miércoles, 10 de septiembre de 2014

Ricardo Bell y el circo de mis tiempos





Ahora que están por quitarle los animales a los circos capitalinos, me viene la nostalgia por los espectáculos de antaño
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En mis juventudes el circo era uno de los espectáculos más populares y tradicionales. De hecho, provenía de tiempos coloniales. Se sabe que una compañía americana de circo visitó la capital en 1789. Otra lo hizo en 1791. “el payazo baylará el Jarave vestido de muger”, decía la propaganda.

En mi infancia guanajuatense, me tocó ver distintos espectáculos del tipo circense, con saltimbanquis y cómicos de la legua, pero no un circo en toda la extensión de la palabra.

Eso lo pude ver ya en México, con el circo Chiarini y otros, que tenían acróbatas, caballos elegantísimos, animales exóticos y payasos.  En esos tiempos, además de  plazas y teatros, también existían los patios de maroma, que eran patios de vecindad adaptados para dar funciones.

El más famoso de todos era los circos era el Orrín, que primero estuvo en la Plazuela de Santo Domingo y luego hizo un edificio en la plazuela de VIllamil.

¿Qué tenía de especial el Circo Orrín? No su extraordinario hombre-bala; tampoco sus trapecistas, malabaristas y funambulistas. Tenía al payaso Ricardo Bell.

Bell era un payaso inglés avecindado en México, que tenía la extraña cualidad de fascinar por igual a chicos y grandes.

En otras palabras, Bell era un payaso rojo y blanco, un Pierrot y un Augusto.

Expliquémonos. La función de los payasos era y es cortar la tensión causada por los números peligrosos, por las acrobacias y las bestias. El payaso es la máscara griega convertida en comedia ligera.

Durante muchos años, derivado de la Commedia dell’Arte, el payaso tenía el rostro cándido y la sabiduría ingenua del Pierrot. En la segunda mitad del Siglo XIX se inventó un antagonista, un payaso con ropa harapienta, grandes zapatos y nariz roja: el Augusto.

El payaso blanco era elegante, acrobático, grácil, lúcido. El payaso rojo tenía exceso de maquillaje, peluca colorida, era torpe e impertinente. El payaso blanco caricaturizaba el orden, el querer ser de las clases dominantes. El rojo se rebela a las reglas: es el populacho, el caos.

Un payaso Blanco y un Augusto
Por supuesto, los niños amaban al Augusto, al payaso rojo, porque era más parecido a ellos. Y hoy se puede decir que destronó al Pierrot.

En el siglo XXI lo más parecido al payaso blanco son los mimos. Ya no intentan imponer reglas, quieren hacer las cosas bien y terminan sufriendo en silencio.

Pues bien, Míster Bell era blanco y era rojo.  Sus gestos, acrobacias y  “chinfonías” (que luego explico) eran de Blanco; sus chistes, de Augusto.

“Un caleidoscopio de muecas, una inagotable y rápida fantasmagoría de mohines”, lo describió Luis G. Urbina, vocero de las clases educadas.  En esas muecas y algunas frases chispeantes, decía Urbina, “flota un claridad de inteligencia… un vivo resplandor de profunda y sutil ironía”.

Las “chinfonías” eran melodías que el payaso tocaba con un instrumento hecho de botellas llenas de agua a diferentes niveles. Típico de un Blanco.

Pero cuando Bell contaba chistes, eran siempre de un humor sencillo e infantil, casi tonto, pero convenientemente absurdo. Era entonces cuando Bell se convertía en Augusto, y el circo se llenaba de carcajadas ingenuas y abundantes.

Si a eso agregamos que era un gran acróbata y además era experto lanzando puñales hasta hacer el perfil completo de su valiente asistente, se entenderá el éxito.
El acto de puñales de Ricardo Bell

Esa combinación hizo que Juan de Dios Peza dijera alguna vez:  “Bell es más popular que el pulque".

Al Circo Metropolitano Orrín se sumaban, en la primera categoría, el Circo Suárez, el Circo Fénix, el Circo Treviño y el Circo Atayde.  Todos ellos tenían actos de graciosos, actos con felinos amaestrados, actos ecuestres y actos de equilibrismo, funambulismo o trapecio.

En 1907, Ricardo Bell rompió clamorosamente con los hermanos Orrín, y fundó su propio circo. Don Porfirio le ofreció un “terrenito” en plena Avenida Juárez. Enfrente de la Alameda, donde luego estuvo el Hotel Del Prado.

Si el Circo Bell era el favorito del Señor Presidente Díaz, los del Circo Atayde eran maderistas: hubo un gran mitin antireeleccionista en su carpa, en 1909, con la presencia de don Panchito.
Mil rostros de Bell

El inolvidable payaso inglés dejó México en 1910 y murió al año siguiente, en EU. Fue enterrado en Nueva York (que no en Pachuca, donde reposa un minero homónimo suyo). Los vagones de su circo fueron usados por las tropas revolucionarias.

Llegó la guerra civil y el circo murió por un tiempo en la capital. ¿Quién pagaba por ver a un payaso cuando lo que urgía era comer?

Pero al menos una troupe multicolor y vagamunda seguía trabajando en el norte, protegida por el general Francisco Villa. Se trataba del Circo Beas Modelo, que funcionaba a tres pistas y se especializaba en actos con animales. Todo un zoológico.

Imaginemos por un momento un paisaje del norte de México durante la Revolución. Por las vías férreas se acerca un tren,   pero ese tren que recorre el Norte no lleva tropas montadas sobre los vagones, al estilo de La Bestia. En vez de Dorados y Adelitas, viajan elefantes, caballos, tigres y leones, acróbatas, tragasables, malabaristas, payasos. Casi un espejismo en medio del desierto.

Decía Federico Fellini del circo tradicional: “Es el espectáculo mismo de la vida, todos los elementos están ahí, lanzados en desorden, tan violentos, tan trágicos, tan tiernos. Todos sin excepción… En el circo está, todavía, la gracia. Porque hay niños. Y el ritmo. Porque hay animales. Y el miedo. Porque está el hombre”.