miércoles, 30 de octubre de 2013

Los Fantasmas de la Colonia Juárez (II)



Los Fantasmas de la Colonia Juárez (I)

II. Don Pedro

Yo había ido a comprar cigarros, recordé. Me incorporé lentamente y me eché a andar. Pero la colonia se sentía distinta, poblada por esas entidades húmedas e inaferrables. No los veía, pero percibía su presencia. Daban vueltas a mi alrededor. Por un segundo me atravesó la idea de correr de regreso a la Secretaría, pero al punto presentí que me toparía con una barrera que no podría ser vista o palpada, pero tampoco traspasada. Me encaminé mejor por Liverpool hacia la calle de Dinamarca. Cerca de ahí había visto otro supercito. Allí, entre las luces de neón, las cosas regresarían a la normalidad.

Pero el supercito salvador no aparecía. Las casas y los edificios apenas se distinguían en la tiniebla de la calle mal iluminada. Sólo detrás de alguna cortina se podían ver luces cansinas: alguien que lee o que ha dejado que del televisor encendido salgan formas que habiten su sueño.

Mis pasos resonaban en el adoquín, soltando un eco lejano. Pensé entonces, recordando a Paz, que tal vez ese eco provenía de un lugar donde sólo es real la niebla.

Luego sentí que esos, mis propios pasos, eran los de un extraño que me seguía, que me estaba junto y que no me dejaba solo. Intenté apurarme, no voltear para no encontrar ese rostro, que podría ser el mío o podría ser el de un fantasma.

¿Por qué se me presentó Manuel? ¿Por qué a mí? ¿Por qué esta noche? ¿Acaso se ha mostrado a todos sus conocidos apenas los divisa? ¿O el fantasma estaba en una misión y vino a darme un mensaje? ¿Entonces, por qué la sensación de que hay más, de que ellos pueblan por entero este vecindario de viejos palacios, casas ruinosas y edificios superpuestos? De repente se me vino encima la sensación de que en la colonia Juárez el tiempo se hizo nudo y, así como conviven, como en capas geológicas, distintos tipos de arquitectura, así como coexiste lo nuevo, lo remozado y lo desastrado, igual ahora convivían vivos y muertos, en un rizo del espacio y del tiempo. En un lugar en el que el tiempo, detenido desde hace años, se mantuviera en sereno letargo. En aquel momento un pensamiento terrible se me presentó en forma de duda: “¿En qué parte del tiempo estoy?”

Y precisamente en la calle de Dinamarca, frente al portón de una privada, vi flotar un paño, que luego se definió como un saco color marrón. La chaqueta me daba la espalda. Cuando intenté, cauteloso, cruzar hacia la otra banqueta, la chaqueta se dio la vuelta y dejó ver, entre sombras, a su portador: un anciano que me miraba con ojos azules muy penetrantes.

-Hugo –susurró, casi suplicante- ¿te acuerdas de este viejo?

Un espasmo acompañó mis pensamientos: “otro fantasma, ora sí ya me chingué”.

-Como no me voy a acordar, don Pedro –le dije en voz muy alta, viendo directo a la cara cruzada por turbias transparencias.

-¿Qué haces por aquí? –esta vez, como solía hacerlo en vida, la voz le salía a gritos-. Hace mucho que no te veía.

-Es que ya no vivo por aquí –logré explicar-, trabajo en Gobernación y salí a comprar cigarros. ¿No sabe usted de algún supercito abierto a estas horas?

La verdad, tras los sustos iniciales, ya le andaba agarrando confianza a eso de hablar con los fantasmas.

-¡Qué supercito va a haber, hombre! –levantó el hombro en actitud despectiva- ¡A estas horas!

Lo había, pero el viejo nunca se enteró. Él dejó otra colonia y otra ciudad hace más de tres décadas, que es lo que llevaba de muerto.

-¡Pero, vamos, dime, ¿qué se ha hecho de mi Mariana?!

Mariana era una amiga mía, muy querida, de la adolescencia. Vivía en la privada. Don Pedro era su papá, pero en realidad no lo era.

-¡No me digas que no la has visto, muchacho! –hizo un remedo desilusionado de mueca sonriente- ¡Joder, yo que todo este tiempo he creído que estabais juntos!

Mi silencio lo apesadumbraba.

-¿Hace cuánto que no la ves? –reclamó- ¿En qué coño de año estamos? ¿Adónde iremos a parar?

-No la veo hace como ocho años. Se puede decir que somos amigos. Nunca vivimos juntos –telegrafié-.

-¡Pero os queríais!

-Nos quisimos, pero no alcanzó, don Pedro. La pasábamos bien juntos, pero hasta ahí. Nunca llegó la pasión.

El espectro fijó sus ojos en los míos. A pesar que era los de un muerto, estaban inyectados por una furia santa.

-¡La pasión, la pasión! Sólo desgracias trae la pasión. Y sólo desgracias trae perder la pasión. Si no la tuviéramos y fuéramos como perros –eso sí, civilizados-, no regaríamos este valle con tantas lágrimas.

Era el viejo don Pedro, sin duda. Igualito. Filosofando con algo de ira y mucho de pesimismo.

Yo conocía su historia. A grandes rasgos, pero suficientes. Era difícil para los refugiados españoles de su generación no vivir con una mezcla de cinismo y pesimismo. Eran los Derrotados.

-Mira que me he quedado para buscar a Mariana, para enterarme de cómo está.

-Pues hace ocho años vivía en la Colonia Nápoles. Se había casado con un muchacho muy bueno...

-Sí, sí, ya lo sé –interrumpió con un gesto de fastidio-. O ya me lo imaginaba.
Mariana no era su hija. Era más bien su sobrina-nieta. Ella pensó que don Pedro y doña Monse eran sus papás, hasta el día en que cumplió dieciséis años.

-O no sé si me imaginaba que se había casado contigo. Creo que siempre te quiso.

Esbocé una sonrisa. Contesté con un ademán que quería expresarle: “ni modo, así es la vida”.

-Por pensar en ella me he quedado sin ver a mi mujer. Habrá sido la culpa. La culpa me acompañó hasta el último momento y ni después de la muerte me deja tranquilo.

-Entonces usted está seguro de estar muerto.

-¡Muerto como una piedra! ¡Sordo como una tapia! ¡Solo como un perro! ¡No me digas que no lo sabes, si soy un fantasma!

-Hombre, que es un fantasma se nota. Pero acabo de hablar con un cuate al que todavía no le acaba de caer el veinte de que ya se murió. Y creo que usted me escucha.

-Así hay algunos. Se engañan. Se hacen ilusiones. A mí no me hace ilusión estar vivo.

Evidentemente no le hacía ilusión. Una noche regresó de su trabajo y se pegó un balazo en la boca.

-Hay un instante, pequeñísimo –explicó don Pedro, como leyéndome la mente- entre cuando el gatillo ha sido apretado y la bala ha atravesado tu cerebro. Durante todo ese minúsculo lapso de tiempo pensé en Mariana, con mucha fuerza, y quise acompañarla en el resto de su vida. Para mí ya era tarde, pero ahí entendí que la quise mucho, realmente, como mi hija. Ya ves, la pasión me sigue.

-La primera pasión fue la política –dibujé una sonrisa cómplice.

-¡Qué va! –movió la mano despreciativamente, como alejando basurilla-. La primera pasión fue la música. Siempre. Pero habemos algunos que tenemos la mala fortuna de tener un poco de talento, pero sólo un poco, lo suficiente para darnos cuenta de nuestra habilidad y para soñar que la desarrollamos, pero no para ser verdaderamente capaces. El talento nos sirve para ver que no nos basta cuando el destino ya nos hizo la mala pasada de engañarnos. Siempre tuve capacidad para apreciar la música, para tocarla y disfrutarla. Pero era un intérprete mediocre, incapaz de destacar. Y mis composiciones me dejaban menos satisfecho todavía. ¡Mira dónde acabé! El joven que tocaba el cello y vivía con la ilusión de ser como Pau Casals, terminó como músico de cabaret, divirtiendo clientes en proceso de ahogarse en licor barato. El sino fue terrible: me quedé sordo como Beethoven o Smetana, pero sin la centésima parte de su genio. Sordo, pobre, tocando el contrabajo en el Run-Run, siguiendo desesperadamente con los ojos a mis compañeros, usando la memoria y no el sentimiento. ¡Mira dónde acabó esa pasión! Más que un hombre solo, el que se suicidó era un hombre desesperado, porque no podía sentir ya nunca más esa pasión que le había permitido superar el sufrimiento que le causaron todas las otras.

-En política fue distinto –prosiguió en voz tan alta que me sorprendió que no atrajera a otra persona o a otro espectro-. Fue una locura colectiva. Unos nos amábamos, y odiábamos a los otros, que a su vez se amaban, mojigatamente, entre ellos y nos odiaban con toda su pequeña alma. Era Cataluña, era España y era el momento. Estábamos arrebatados por la ilusión de un futuro que no fue. Al poco tiempo, estuvimos arrebatados de miedo, porque los nacionalistas nos iban a masacrar a todos. Fue el invierno más frío de mi vida. Frío por fuera y frío por dentro, además de la obligación de hacer que Montse sintiera mi calor. Salimos familias enteras, y miles de combatientes para cruzar la helada frontera. No íbamos en pos de la libertad, que por supuesto no encontramos en Francia, sino huyendo de un terror oscuro, innombrable. Los franceses nos enviaron a unos campos de concentración en los que solamente había un sol perezoso, arena, desolación y mierda, mucha mierda. Creo que esto, que ya te lo he contado, fue el premio a nuestra pasión. En mayo, llegó el primer barco que transportaría a un grupo a México, y nosotros, que nos queríamos tanto, ya éramos ratas y nos disputamos el lugar como ellas riñen por la comida. Unas ratas civilizadas, las de primera, la habían disputado con política –con cuchilladas en la espalda, que no sacan sangre, pero no duelen menos-; los otros, a golpes y a empellones. Montse y yo logramos subirnos al Sinaia. Mi hermano y su mujer, no. Allí nos entregaron a su hija, a la mamá de Mariana. “Nosotros ya nos jodimos, que ella sea libre”, dijo Luis, y tomamos a la bebita. El destino había hecho que tuviéramos una hija, nosotros que no podíamos concebir. Parecía una bendición en medio de tanta mierda esparcida por la pasión humana de la política. El mensaje de que el futuro existía.

-¡Y existía, don Pedro, aquí en México! –intenté animar al fantasma.

-Al poder huir después de una derrota tan grande, es normal, por un lado, tener esperanzas en el futuro, pero es normal, por el otro, que el sol del futuro que se vislumbre sea apenas tibio. Ya se te cayó la gran iglesia que pensabas construir. Te quedaste en harapos y azotando guijarros contra el suelo. Se te desvanecen las pasiones. A mí me quedaban mi mujer y la niña. Y una bola de amarguras a la mitad del esófago. Me quedaba más solidaridad humana que amor.

-¿No es el amor, don Pedro, el que lo tiene a usted todavía por aquí?

- Responsabilidad. Culpa. Solidaridad. Tal vez algo de amor. Pero lo primero tiene un peso titánico. La obligación, el deber. La sobriedad como único remedio contra el hecho terrible de que otros, que no debieron hacerlo, ganaron la guerra; contra el hecho terrible de que otros, y no yo, tienen el talento musical; contra el hecho terrible de que los grandes enamoramientos desembocan en mera simpatía, cuando no en odio y en desprecio; contra el hecho terrible de que la culpa no nos abandona, de que lo que ansiamos siempre estará lejano. Hasta la muerte, mira bien. Intento llevar con sobriedad mi condición de fantasma, aunque tal vez en esto sea tan patético como lo fui en vida.

-Usted nunca ha sido patético, don Pedro. En todo caso, su vida tuvo momentos trágicos.

-La tragedia es grandiosa. Yo fui un republicano, un socialista del montón. Fui un musiquillo. Fui un marido que supo estar con su mujer sólo cuando mató a la pasión. Fui un hombre que tuvo la suerte de que le fuera dada una hija, aun siendo estéril, y no la cuidé, permití que fuera víctima de sus pasiones, desperdiciara su vida cuando apenas empezaba y nos abandonara, dejándonos a Mariana. A Mariana la deserté muy joven, cuando la viudez y la sordera me hicieron hartarme de la vida. Mira, no hay gloria alguna en este fantasma. Por tanto, no hay tragedia alguna. Si soy patético, vivo o muerto, quiero tener al menos la dignidad de admitirlo.

El espectro calló y yo también me sumí en un silencio que duró interminables segundos. Don Pedro volvió a hablar:

-Me suicidé porque me volví incapaz de llorar como niño. Sólo podía tener ese llanto adulto, un llanto hacia adentro en el que todas las salidas están obturadas y no se prueba liberación alguna. Estoy aquí porque huí de la vida como si su soplo fuera el de un triste espíritu maligno. En la huída, la inquietud y la debilidad de apoderaron de mi ser. Y la detestable culpa. Me quedé en el instante en el que la bala está saliendo de la pistola. Ahí sigo, muerto pero sin descanso.

El espectro volvió a callar. Mi silencio parecía apenarlo.

-¿Podrás ver a Mariana? –gritó y me susurró al mismo tiempo, a modo de despedida, antes de traspasar la verja de la privada en la que vivió.

Los Fantasmas de la Colonia Juárez (III)






1 comentario:

  1. Buenísima la narración de esta y la parte 1, me gusto mucho el guiño a Octavio Paz:

    Mis pasos en esta calle
    Resuenan
    en otra calle
    donde
    oigo mis pasos
    pasar en esta calle
    donde

    Sólo es real la niebla.

    Esperamos la tercera entrega

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