jueves, 31 de octubre de 2013

Los Fantasmas de la Colonia Juárez (III)


Los Fantasmas de la Colonia Juárez (I)

Los Fantasmas de la Colonia Juárez (II)


III. Araceli

Retomé mi camino y pasé a la calle de Hamburgo, pensando que si no encontraba una tienda abierta, me dejaría de pendejadas y me dirigiría a Reforma. Allí seguro no se pasearían los fantasmas.

Comenzó a chispear. La lluviecilla tenía también un pálido ritmo, que fue penetrando mi alma. Sentí que estaba comprendiendo la voz de la lluvia y me dio mucho miedo, más que las apariciones. La noche se confabulaba. Quería permitirme ver a la oscura naturaleza en pleno rostro y una cosa era cierta: yo no estaba preparado para verlo.

Había entendido que yo no estaba preparado para ver más allá de las superficies, para comprender más allá de mis narices. Había entendido ya que los fantasmas habitaban la soledad de quien rechaza su suerte y se nutre de mentiras e ilusiones. Pero no atinaba a explicarme por qué me buscaban. Quería no pensar en ello, llegar a Reforma, entrar a un Sanborns iluminado y comprar los cigarros.

A las dos cuadras, me encontré una chava muy guapa. Blusa y minifalda negras; botas del mismo color hasta debajo de la rodilla. Sacaba de una bolsa negra, adornada con chaquira, una cajetilla nueva de Marlboro. Parecía dirigirse a un coche estacionado.

-Oye, perdona –me le acerqué- ¿Dónde compraste esos cigarrros?

-De aquí de la tienda –y señaló un edificio ruinoso y oscuro.

Antes de dar un paso hacia él, vi el rostro de la chava. Palidísimo. Destacaban sus ojos negros, a los que el maquillaje hacía parecer enormes, y los labios nacarados, insólitamente secos a pesar del bilé. Los delgados brazos eran prácticamente blancos. En seguida constaté que el edificio de la tienda estaba desmantelado. Arbustos y espinas asomaban del carcomido portón de madera.

La aparición me ofreció un cigarro. Lo tomé con mano temblorosa.

-Siempre te he gustado, ¿verdad?

Entonces me di cuenta y la piel se me puso de gallina. A esta chava yo la miraba y la admiraba cuando era niño. Ella vivía a media cuadra de la embajada de la República Española en el exilio y yo solía seguirla a distancia. La perseguía con los ojos. Intentaba aspirar y absorber el rastro de su perfume en la calle. Ahora reconocía que estaba vestida a la moda de fines de los años sesenta, tal vez con el vestido que llevaba puesto el día en que murió.

Tenía razón. Han pasado cuarenta años y me seguía gustando.

Bosquejó una débil sonrisa y se pasó los dedos por el largo cabello negro ensortijado, que parecía tener la consistencia de una nube cargada.

-Me acuerdo de ti muy bien. Eras Huguito.

-Ahora soy Hugo –le dije, sorprendido y halagado de que ella, a quien yo había considerado una Venus de carne y hueso, se hubiera fijado en mi existencia cuando yo apenas era un mocoso.

-Siempre fuiste precoz –sonríe con un dejo de coquetería-, desde muy chiquito te atrajeron las niñas, y las no tan niñas. Me acuerdo bien de cómo me mirabas; eras tierno y tenías una audacia, o un gusto, que a los demás suele tardar mucho en desarrollarse. Pasaba yo y sabía que ya no prestarías atención a las canicas o al partido de futbol por seguir mis pasos con tus miradas. Aunque fueras chiquito, eso me gustaba mucho. Era una admiración pura.

No sé si me sonrojé. Poco a poco, el fantasma de Araceli me iba fascinando. La forma de mover los brazos y las manos, que caían como breves cascadas de espuma ¿y carne?, la seducción de sus ojos y sus labios, la figura cachonda y al mismo tiempo inasible, el lenguaje corporal que me invitaba, las palabras melodiosas, todo se iba combinando para que la desazón que me había acompañado desde hacía tiempo me empezara a abandonar. Para que yo mismo comenzara a abandonarme.

Estaba por avanzar hacia ella, para platicar más de cerca, cuando reparé en su largo cuello, de perfectas formas. Llevaba una gargantilla de tela negra, a la usanza de sus últimos años, que subrayaba la longitud de la nuca y le daba un aire de elegante distinción. Entonces vi un hilito rojo que despuntaba debajo de la gargantilla. Enfoqué la vista y noté dos cosas: una era la desproporción entre el cuello y el cuerpo; la otra, que la hebra roja era de sangre coagulada. Ese detalle me volvió a poner en guardia. Me recordaba demasiado las imágenes de los vampiros a los que les sale un hilito de sangre luego de seducir a sus víctimas.

¿Era un fantasma o era un vampiro? ¿Qué habían sido Manuel y don Pedro? ¿Les habría yo donado, sin saberlo, algo de mi vida y de mi esencia? ¿O habría dos clases de semimuertos merodeando la colonia?

Con Araceli sentí claramente un desgarre. Una parte de mí ansiaba fervientemente acercarse a ella, entrar con esa figura femenina al mundo de lo desconocido. Otra hubiera ya pegado la carrera hacia el refugio luminoso de Reforma si no hubiera estado maniatada por la curiosidad. El desgarramiento se resolvía en algún lugar del vientre, en un punto entre el corazón y las vísceras, muy cercano al diafragma, que temblaba ostensiblemente. Le di una fuerte chupada al cigarro.

-No tengas miedo –dijo con una risa burlona que, sin embargo, me invitaba-; no te voy a comer.

Hice acopio de fuerzas para no dejarme llevar por ninguno de los impulsos que amenazaban con desbarrancarme. Adivinaba en los ojos de ella la seguridad de que me vencería y me llevaría consigo. Tenía que resistir a su vano canto de sirena. No obstante, internamente bramaba por seguir escuchándolo.

-¿Por qué te has presentado ante mí? –le pregunté, por fin- ¿Qué quieres? ¿Qué pretendes? –y mi tono era ya casi desafiante.

La figura sonrió de nuevo. Esta vez casi con cautivadora ternura. Se recargó en el auto, abriendo ligeramente las piernas. Habría que estar en guardia.

-Te podría dar muchas respuestas –dijo-. Te podría decir, por ejemplo, que tú fuiste quien me buscó. Que no es cierto que quienes dejamos de estar vivos nos aparezcamos así nomás, por gusto, si no somos de alguna manera convocados. Te podría asegurar que me llamaste, que en un sitio perverso de tu mente has soñado en hacer el amor conmigo, sin importar condiciones. Soy tu primer sueño húmedo, Hugo. Por tanto, también soy el último.

De nuevo se me puso la carne de gallina. Me dio frío. La preocupación de que yo tampoco estaba vivo se hizo cada vez mayor. ¿Me habría atropellado un borracho cruzando Versalles? Entonces volví a respirar hondo, para cerciorarme de que a mis pulmones entraba oxígeno. Si eso no bastaba, me quedaba la clara sensación del corazón dándome tumbos. ¿Por qué eran los fantasmas tan dados a pronunciar frases que me hacían dudar de mí mismo?

-Podría decirte, si te complace, querido Hugo, que vine a contarte la historia de mi muerte, motivo de tantos rumores y que calentó tu mente de niño que despierta al sexo. Te podría dar una versión falsa y tú la creerías de todos modos. Podría ser una mentira que dulcifique las circunstancias en las que dejé el mundo. Podría ser una que las hace todavía más escandalosas y morbosas. Quizás podría ser que quiero ser de nuevo seducida por la carne y estoy aquí para ver qué tan cierta es la fama que has propagado al mundo entero. O finalmente, porque las mascotas que tenía se me escaparon.

Me volví a dar cuenta de que estaba vivo –al menos, de que no estaba muerto del todo- al advertir dos sensaciones contradictorias: las rodillas que flaqueaban y el cosquilleo en el bajo vientre. Me dije que tenía que estar muy consciente de mis percepciones físicas para no dejarme llevar por la marea de su voz.

Ella sabía demasiado. Mi primer sueño húmedo. La fama que presumía “en el mundo entero”, a través de cuentos porno soft en Internet, en los que mi dotación viril era motivo de gozo, deseo y envidias. La aparición parecía haber escudriñado en lo más íntimo de mi ser. Eso decía su mirada embarrada, que sólo se enfocaba a mi alma.

¿Y si la había inventado yo en un insólito delirio? ¿Cómo demostrarme su existencia o su inexistencia? Por un segundo, sentí el impulso de abalanzarme hacia ella, para no palparla, para comprobar que era humo de mi mente. El miedo me detuvo. Si no era producto de mi creación, estaría yo en su red.

El caso era que Araceli me traspasaba con su mirada. Ante ella, yo era el transparente. Y ella, a pesar de su calidad de espectro, era opaca para mí. Como sólo pueden serlo los mitos. ¿Estaba yo dispuesto a correr los riesgos de envolverme con ese mito?

Tenía que hacerme de una estrategia para conocerla más, comprender sus intenciones, ganar tiempo y, en todo caso, pensar en una salida digna.

-Quiero saber cómo moriste –dije al fin-, mi vida sexual ha quedado marcada por los relatos que siguieron a tu muerte –y en verdad, bien mirado, no mentía.

-Morí en un accidente de auto, eso todos lo saben; fui despedida hacia arriba y, cuando el coche volcó, quedé degollada entre el asfalto y el borde del quemacocos –pasó el índice y el pulgar por la gargantilla negra, la apretó como para demostrar que lo que cubría era un vacío.

-Bueno, eso lo comentaron todos en la colonia.

-Tú quieres escuchar lo otro, ¿verdad? –dijo, y acompañó sus palabras con una deliciosa inclinación de la cabeza, dando a entender que aquello era parte de su juego de seducción.

Asentí serio, casi infantil.

-Yo siempre quise mucho a mi hermano Jaime. Mostraba hacia él, desde pequeña, una dócil ternura, mezclada con admiración. No se puede usar otra palabra. Rubio, alto, fuerte, bien proporcionado, con facciones que eran al mismo tiempo dulces y masculinas. También era brillantísimo. ¿Cómo podría describirlo sino así? Inteligente, vivaz, para él no había verdades definitivas, se cuestionaba todo con las preguntas más punzantes que te puedes imaginar.  Desde muy pequeño asombraba a mis papás, que son profesores universitarios. Figúrate a mí, que le llevaba sólo un año.

-Llegó la adolescencia y descubrí que le gustaba mucho a mis amigos y compañeros –se pasa la pálida lengua por los pálidos labios-. Por supuesto, yo también encontré que me gustaban. Me gustaban sus lisonjas, la súbita timidez que mostraban frente a mí, la sensación de superioridad que eso me daba. Ellos hacían grandes esfuerzos por acercarse y merecerme. A mí sólo me bastaba ser yo misma. Sin embargo, siempre los comparaba con Jaime. Frente a él, mis pretendientes eran unos mocosos frívolos. Unos fantoches. Unos torpes chimpancés –y frunce el ceño-. No me maravillaba que ellos me admiraran y me desearan. Entre desdenes, les dosifiqué mis gracias. Jaime no, Jaime tenía esa ambigüedad maravillosa que hace apetecibles a ciertos hombres elegidos.

Esa confesión ratificaba un elemento esencial de la leyenda de Araceli. Cuando pensaba que eso también me permitía el respiro de escucharla sin esperar un avance de su parte o de la mía, Araceli terminó la frase:

-He de decir que he adivinado una ambigüedad similar en tu mirada.

Tenía que mantenerme en guardia. Ella seguía hablando, pero entendí que su retórica me tenía a mí como objetivo final:

-Una tarde Jaime llegó a cenar y sentada junto a él, me di cuenta de que lo miraba con otros ojos, no con los de hermana. Sentí que mi boca temblaba, que mi furia interna se amansaba ante su presencia. Que sólo ante él podía inmolar mi soberbia y mi libertad. Sólo con él podría sentir la felicidad de abandonarme, porque sólo él era capaz, a mi sentir, de conducirme.

-Seguí saliendo con varios muchachos –continuó-, pero mi corazón estaba con Jaime. Ahí, guardado. Si bien me contuve, cuando un novio efímero me besaba, de cerrar los ojos e imaginar que estaba con mi hermano, pasé noches envuelta en sudor, inmóvil, con la amarga convicción de que mi amor estaba prohibido, de que lo más bello que había sentido en la vida era abominable, algo vergonzoso que tenía que esconderse. Esos conflictos me desgastaban y amanecía agotada, frágil. Llegué a acostumbrarme a esa autoflagelación. Incluso a amarla.

Así que detrás de la jovencita aparentemente despreocupada que me llenaba las pupilas, había una historia de pasión, y martirio. El canto de sirena iba envolviéndome. Araceli se deslizaba lenta y progresivamente hacia el portón del edificio en ruinas.

-Hubo un momento, una noche en el sesentayocho –prosiguió ella, acomodándose la cabellera de niebla- que Jaime dejó entrever que la fascinación era mutua. El había entrado a la Universidad, estudiaba filosofía y se dedicaba a divulgar a todos sus hallazgos, con los que derrumbaba ídolos, catedrales y civilizaciones enteras. Vieras, Hugo, él era muy sensual, pero su principal zona erógena era su cerebro. Esa noche, pues, con la mirada brillante, pero con actitud displicente, tumbado lánguidamente como pachá en el sillón, y como quien no quiere la cosa, dijo que el tabú del incesto era “una despreciable construcción cultural, una camisa de fuerza social”. Recuerdo perfectamente esas palabras. Recuerdo perfectamente que me veía por el rabillo del ojo mientras las pronunciaba.

Por un instante, la figura de Araceli se confundió con el portón apolillado. Al siguiente, yo ya había recargado mi mano sobre la madera, y la puerta se había entreabierto. En la penumbra, su álgida, pero emocionada voz seguía hechizándome.

-Las prohibiciones sexuales, decía mi hermano, eran edificios artificiales erigidos por la sociedad para mantener las jerarquías. Como el Estado, eran una máquina de opresión que nos mutilaba y nos impedía el contacto con nuestra verdadera naturaleza. Yo había sentido durante meses y años mi alma amputada por la ausencia de Jaime, oprimida por la imposibilidad de amarlo como yo quería, ladrándole a la noche como perro sin amo, y ahora él, bienaventurado, me decía lo mismo. Sugería con sus frases, pero también con su mirada, que nuestra verdadera naturaleza era fusionarnos.

Bajé por un momento la vista y de repente sentí una humedad añeja que se me pegaba al cuerpo. ¿Era ella? Cuando me sacudí y realcé los ojos, Araceli se había adentrado unos metros y estaba de pie frente a un marco vacío: la entrada a lo que fue un departamento. ¿Me tocó para distraerme? Pasaron varios segundos para convencerme de que no era cierto: la humedad rancia estaba ahí, era una particularidad de esas ruinas. Luego me desconvencí y apareció otra duda: ¿habré sido inoculado por ella?

¿Por qué no me largaba ya? ¿Qué me retenía, qué maldita curiosidad me hacía penetrar una casa oscura de paredes corroídas, con grietas por las que se puede pasar la mano, en persecución de un fantasma? ¿Era de veras tanto mi deseo? La razón luchaba. Para mí Jaime no había sido más que un güerito distante, algo mamón. Para ella, cada frase suya de estudiante frívolo, era la Verdad Revelada, un misterio de amor. Ese sesentayocho de ruptura y reventón, pero no de revolución, que fue lo que retomé, admirado, de la generación de mis hermanos, sirvió en mucho para darle en la madre a mi vida. ¿Por qué no escapaba de una vez por todas? ¿Por qué ansiaba superar mi miedo y seguir escuchándola? Mis pies, mi cuerpo entero desobedecían, obstinados, al cerebro. 

Sentí otra caricia helada en el mentón. El fantasma continuó su historia:

-Y una noche regresábamos Jaime y yo de una fiesta. Nos habíamos divertido mucho, habíamos bebido y, en el coche, cruzamos miradas y sonrisas. Esa sonrisa cómplice que ya sabes. Pasó su mano sobre mi cabello. Cuando lo fue recorriendo, entendí que yo lo atraía, que lo excitaba. Me recosté en su pecho. Me colgué de él un segundo, luego empecé a juguetear, pasando las manos por el torso, pasándole con mis uñas el hormigueo que sentía en el estómago. Bajé al abdomen, toqué los muslos y percibí que tenía una gran erección… como la que adivino que se está gestando en ti. Cerré los ojos y recorrí su verga con mis manos. Grande y rígida y vibrante y viva. Tengo grabada esa magnífica sensación táctil. Entonces escuché un rechinido, las láminas que golpeaban, todo dio vueltas y salí volando. Pero no al cielo, como ves.

Hizo una pausa. Alzó los ojos y me miró:

-Y como que me quedé con ganas de más –dijo, con una sonrisa de niebla, avanzó y me tocó el muslo, fue subiendo la mano hasta que, de la sensación glacial me retiré un paso, sin dejar de observarla.

-Serás mío, lo sé – vaticinó-. Lo han sido tantos, ¿sabes? Aun después de muerta. Aun carne con carne.

-¿Carne con carne? –inquirí-. Pero si me tocas y es un viento helado.

-Yo tenía una amiga en la prepa, Marcela, no sé por qué la escogí, tal vez porque era guapa, o si fue casualidad. A lo mejor en el momento anterior a la muerte se produjo en mí una descarga que se esparció de forma aleatoria y terminó alojándose en su cerebro o en su alma. Así ella tuvo conciencia de mí, o para decirlo con palabras que me gustan más, yo la poseí.

-Y viviste en su cuerpo –concluí.

-A ratos. Los suficientes para enseñarle el baile de la gallinita, para hacerla buscar hombres de manera casi desesperada, para que encontrara a Jaime, lo sedujera y soñara equívocamente que él le había puesto yombina en la copa mientras yo gozaba plenamente el sexo del hombre que amé. Pero ella sabía que yo la ocupaba, y huyó. Se fue a París. No la pude seguir, no sé si sepas que los fantasmas nos quedamos siempre cerca de donde vivimos o donde morimos, pero sentía el contacto. Marcela ya estaba infectada de mí, y acabó suicidándose diez años después.

-Eres infecciosa –dije, pero sin querer correr, y es que hay quien le huye a la vida, como si ese soplo fuera el de un triste, maligno espíritu. En la huida, la inquietud y la debilidad se apoderan de su ser. Así me sentía.

-Apasionadamente infecciosa, Hugo.

“Hay una entrega que es de muerte. Una entrega que es de vida. Tengo que conformarme con la primera”, me dije. Su cuerpo –o su no-cuerpo- era un océano en el que me disolvería.

La nombré: Araceli. Postulé su nombre. “No eres cosa”, le dije, sin abandonar mi miedo, “eres energía”. Caminé hacia ella y la abracé, y sentí como si miles de plumas revolotearan alrededor mío. Lo hacían lentamente, en una danza sin tiempo, me envolvían y me atraían con una gravedad irresistible. Entendí entonces que el erótico es un reino acechado por fantasmas. Está allí donde la corporeidad se pierde: en esa precisa frontera en la que la materia no es valladar de la muerte, y la vida y la muerte se fusionan. Me fui contra un muro y dulcemente me dejé caer.

En un cambio brusco de ritmo, sentí como una ráfaga me abría súbitamente el zipper del pantalón. Y de repente escuché que alguien cantaba desde quién sabe qué inframundo:

Che gelida manina
Se la lasci riscaldar.
Cercar che giova?
Al buio non si trova.
Ma per fortuna
è una notte di luna,
e qui la luna
l'abbiamo vicina.

Continuaba el aria, y yo entendía cada una de las palabras: “¿Quién soy. Soy un poeta. ¿Y qué hago? Escribo. ¿Y cómo vivo? ¡Vivo! En mi alegre pobreza derrocho, como gran señor, rimas y cantos de amor. De sueños y quimeras y de castillos en el aire, tengo el alma millonaria”.

Esa voz era conocida. Sí. Era la del orate inofensivo que rondaba la colonia cantando ópera cuando yo era niño, y que, al acabar la tercera o cuarta aria, se acercaba a saludarme y se presentaba como David Pedro Carolino José Carlos Mariano del Refugio Anselmo Julio Antolín y quién sabe cuántos nombres más. Volteé a la zona de donde provenía la voz y divisé no uno, sino dos fantasmas. Uno era el desastrado cantante. El otro, un hombre canoso y ligeramente encorvado, de mirada triste. Intuí o, es más, alcancé a adivinar que era Jaime, probablemente muerto hace poco, y que ahora la hacía de voyeurista de su hermana.

El rostro de Jaime tenía la triste palidez de la locura, una palidez de luna. ¡Eso es! Manuel y Don Pedro eran fantasmas cuerdos. Estos otros estaban locos. David Pedro Carolino José Carlos seguía cantando, para animar la velada:

Nessun dorma! Nessun dorma!
Tu pure, o, Principessa,
nella tua fredda stanza…

¿Qué había en las costas de la Isla de las Sirenas?, intenté recordar. Mi mente había corregido por años la imagen primera, la que tuve cuando leí La Odisea. No es cierto que hubiera sólo riscos y que el peligro fuera un naufragio. La playa estaba cubierta por una pila de cadáveres de los marineros que habían sucumbido al canto y fueron devorados.

Había estado toda esta noche en la frontera. Entre la vida y la muerte. Entre ser y no ser. Había estado en el quicio, como Manuel. En el instante en que la bala está a punto de salir de la pistola, como Don Pedro.

Entonces pasó algo fenomenal. Miré hacia arriba, en ese departamento sin techo y vi cómo las nubes se movieron hacia la luna y ésta, con su punta cortante, las venció, las separó. “El ojo corta la navaja”, pensé; “es capaz de cortar el corte mismo”. Al instante, el súcubo se fue desvaneciendo. Me incorporé, y cuando caminaba hacia la salida, rumbo la calle y el aire libre, aún se escuchaban destellos de la última aria:

Dilegua, o notte!
Tramontate, stelle!
Tramontate, stelle!
All'alba vincerò!
vincerò, vincerò!

No tardé en darme cuenta de que el resplandor de aquella maravillosa luna cortante era menor porque ya amanecía y empezaba a oler a pan. Sentía una ligera brisa en la cara: fresca, pero no helada. Sentía cómo me volvía la sangre. La liberación.

-¿Qué sentiste? –escuché una voz a mi espalda.

Me di la vuelta y, para mi sorpresa, y nuevo sobresalto, ahí estaba todavía Jaime. Agucé la mirada: parecía un espectro, pero no lo era. Sólo un hombre demacrado, de melena blanca, un poco sucio y con una mirada triste.

-Sentí bien feo: un vacío que me jalaba, y que no me soltaba. Pero me pude cortar. Un rayo pasó por mi mente y me corté.

-Ella me invita a verla –dijo, a manera de explicación, con una voz un tanto apagada-. Desde hace años me quiere mostrar que es capaz de seducir a hombres vivos. Que es como decir que yo le quité lo que más le importaba al momento de morir, y que de todos modos no se lo quité. Soy su hermano, no sé si me reconoces.

Asentí. Tomé una bocanada de aire.  

-No ha de ser fácil tener una muerte como la que ella tuvo –dije. El hombre, ya de por sí encorvado, se agachó un poco más, tal vez empujado por el peso de la culpa.

-Ni fácil desengañarse de no estar muerta. Ni fácil pasar los años pensando en lo estúpido y provocador que puede ser uno. Pensando en qué fácil que se te hagan pedazos tus ideas grandiosas y tu vida. En un instante, cataplum, todo se hace añicos. Y ya no vives.

-Pero estás vivo, tú no eres un fantasma –repliqué, en la esperanza de que me lo confirmara y también de que terminara de amanecer.

-No estoy muerto. Tengo cuerpo, piel, me da hambre y sed. A veces me río. Siente mi cuerpo -y me toca levemente la espalda-. Pero tampoco puedo asegurarte que estoy vivo de verdad. Me la paso huyendo de la escena del crimen, y cargo conmigo a su fantasma. Primero creía que eran pesadillas, que con los años se me pasarían, pero ella volvía en mis sueños a atormentarme. Y luego, fuera de mis sueños: “Ven conmigo”, me decía, “hagamos el amor en un mundo sin fronteras”. Yo sabía que pretendía que me suicidara, pero no lo hice… no lo he hecho. Porque sabía que mi rollo juvenil era endeble, y a fin de cuentas los tabúes son inamovibles. No se puede cambiar todo y esa fue mi derrota. Me la he pasado a medio camino, como esclavo: elegí no vivir para no morir del todo. Por eso la veo.

-¿Y ves a todos los que la acompañan?

-A todos los que conocí alguna vez, aunque algunos parecen a veces muy extraños. De tanto olvidarme del mundo real, para no sufrir la existencia, convivo más con fantasmas, y me convertí en su informador. Vengo a sus citas, y es –aunque te parezca extraño- lo que da sentido a mi ser.

-¿Araceli me habrá citado a mí?

-Yo le platiqué de ti, le dije que escribías cuentos eróticos bajo seudónimo. Pero tú viniste por tu propio pie. Tú la viste.

Eso quería decir que, sin saberlo de manera consciente, yo había elegido salir esa noche para encontrarme con los fantasmas. Que había fumado como condenado para agotar mis cigarros y las reservas de mis compañeros. Que cambié de ruta para ir como corderito al cadalso. Pero sobre todo, que yo también había elegido no vivir para no morir del todo. Por eso los podía ver, y pude interactuar con ellos.

 -Ah. Entiendo. Que te vaya bien –dije por cortesía, a sabiendas de que Jaime tenía razón: lo que él tenía no era vida-. Gracias por la advertencia –y el hombre pálido esbozó una tibia sonrisa, bajó la cabeza, levantó el brazo a manera de saludo, se dio la vuelta y se alejó.

Tomamos caminos distintos. No tenía caso regresar hacia Bucareli, así que me encaminé a Reforma. Quería caminar por calles menos estrechas. Jalaba el aire con fuerza, como queriendo tragármelo todo, y me venían accesos de tos. Escupí unas flemas. Quise pensar que en ellas tiraba parte del espíritu de los fantasmas que se me había metido en los pulmones. Sabía que otra parte me acompañaría todavía mucho tiempo.

Supe también que ese mismo día iría a vivir otra vida. La mía. Había visto efectivamente la muerte, pero la luna podía cortar una nube y el ojo podía cortar una navaja. No sólo había vislumbrado. Había visto. Y había elegido bien.




miércoles, 30 de octubre de 2013

Los Fantasmas de la Colonia Juárez (II)



Los Fantasmas de la Colonia Juárez (I)

II. Don Pedro

Yo había ido a comprar cigarros, recordé. Me incorporé lentamente y me eché a andar. Pero la colonia se sentía distinta, poblada por esas entidades húmedas e inaferrables. No los veía, pero percibía su presencia. Daban vueltas a mi alrededor. Por un segundo me atravesó la idea de correr de regreso a la Secretaría, pero al punto presentí que me toparía con una barrera que no podría ser vista o palpada, pero tampoco traspasada. Me encaminé mejor por Liverpool hacia la calle de Dinamarca. Cerca de ahí había visto otro supercito. Allí, entre las luces de neón, las cosas regresarían a la normalidad.

Pero el supercito salvador no aparecía. Las casas y los edificios apenas se distinguían en la tiniebla de la calle mal iluminada. Sólo detrás de alguna cortina se podían ver luces cansinas: alguien que lee o que ha dejado que del televisor encendido salgan formas que habiten su sueño.

Mis pasos resonaban en el adoquín, soltando un eco lejano. Pensé entonces, recordando a Paz, que tal vez ese eco provenía de un lugar donde sólo es real la niebla.

Luego sentí que esos, mis propios pasos, eran los de un extraño que me seguía, que me estaba junto y que no me dejaba solo. Intenté apurarme, no voltear para no encontrar ese rostro, que podría ser el mío o podría ser el de un fantasma.

¿Por qué se me presentó Manuel? ¿Por qué a mí? ¿Por qué esta noche? ¿Acaso se ha mostrado a todos sus conocidos apenas los divisa? ¿O el fantasma estaba en una misión y vino a darme un mensaje? ¿Entonces, por qué la sensación de que hay más, de que ellos pueblan por entero este vecindario de viejos palacios, casas ruinosas y edificios superpuestos? De repente se me vino encima la sensación de que en la colonia Juárez el tiempo se hizo nudo y, así como conviven, como en capas geológicas, distintos tipos de arquitectura, así como coexiste lo nuevo, lo remozado y lo desastrado, igual ahora convivían vivos y muertos, en un rizo del espacio y del tiempo. En un lugar en el que el tiempo, detenido desde hace años, se mantuviera en sereno letargo. En aquel momento un pensamiento terrible se me presentó en forma de duda: “¿En qué parte del tiempo estoy?”

Y precisamente en la calle de Dinamarca, frente al portón de una privada, vi flotar un paño, que luego se definió como un saco color marrón. La chaqueta me daba la espalda. Cuando intenté, cauteloso, cruzar hacia la otra banqueta, la chaqueta se dio la vuelta y dejó ver, entre sombras, a su portador: un anciano que me miraba con ojos azules muy penetrantes.

-Hugo –susurró, casi suplicante- ¿te acuerdas de este viejo?

Un espasmo acompañó mis pensamientos: “otro fantasma, ora sí ya me chingué”.

-Como no me voy a acordar, don Pedro –le dije en voz muy alta, viendo directo a la cara cruzada por turbias transparencias.

-¿Qué haces por aquí? –esta vez, como solía hacerlo en vida, la voz le salía a gritos-. Hace mucho que no te veía.

-Es que ya no vivo por aquí –logré explicar-, trabajo en Gobernación y salí a comprar cigarros. ¿No sabe usted de algún supercito abierto a estas horas?

La verdad, tras los sustos iniciales, ya le andaba agarrando confianza a eso de hablar con los fantasmas.

-¡Qué supercito va a haber, hombre! –levantó el hombro en actitud despectiva- ¡A estas horas!

Lo había, pero el viejo nunca se enteró. Él dejó otra colonia y otra ciudad hace más de tres décadas, que es lo que llevaba de muerto.

-¡Pero, vamos, dime, ¿qué se ha hecho de mi Mariana?!

Mariana era una amiga mía, muy querida, de la adolescencia. Vivía en la privada. Don Pedro era su papá, pero en realidad no lo era.

-¡No me digas que no la has visto, muchacho! –hizo un remedo desilusionado de mueca sonriente- ¡Joder, yo que todo este tiempo he creído que estabais juntos!

Mi silencio lo apesadumbraba.

-¿Hace cuánto que no la ves? –reclamó- ¿En qué coño de año estamos? ¿Adónde iremos a parar?

-No la veo hace como ocho años. Se puede decir que somos amigos. Nunca vivimos juntos –telegrafié-.

-¡Pero os queríais!

-Nos quisimos, pero no alcanzó, don Pedro. La pasábamos bien juntos, pero hasta ahí. Nunca llegó la pasión.

El espectro fijó sus ojos en los míos. A pesar que era los de un muerto, estaban inyectados por una furia santa.

-¡La pasión, la pasión! Sólo desgracias trae la pasión. Y sólo desgracias trae perder la pasión. Si no la tuviéramos y fuéramos como perros –eso sí, civilizados-, no regaríamos este valle con tantas lágrimas.

Era el viejo don Pedro, sin duda. Igualito. Filosofando con algo de ira y mucho de pesimismo.

Yo conocía su historia. A grandes rasgos, pero suficientes. Era difícil para los refugiados españoles de su generación no vivir con una mezcla de cinismo y pesimismo. Eran los Derrotados.

-Mira que me he quedado para buscar a Mariana, para enterarme de cómo está.

-Pues hace ocho años vivía en la Colonia Nápoles. Se había casado con un muchacho muy bueno...

-Sí, sí, ya lo sé –interrumpió con un gesto de fastidio-. O ya me lo imaginaba.
Mariana no era su hija. Era más bien su sobrina-nieta. Ella pensó que don Pedro y doña Monse eran sus papás, hasta el día en que cumplió dieciséis años.

-O no sé si me imaginaba que se había casado contigo. Creo que siempre te quiso.

Esbocé una sonrisa. Contesté con un ademán que quería expresarle: “ni modo, así es la vida”.

-Por pensar en ella me he quedado sin ver a mi mujer. Habrá sido la culpa. La culpa me acompañó hasta el último momento y ni después de la muerte me deja tranquilo.

-Entonces usted está seguro de estar muerto.

-¡Muerto como una piedra! ¡Sordo como una tapia! ¡Solo como un perro! ¡No me digas que no lo sabes, si soy un fantasma!

-Hombre, que es un fantasma se nota. Pero acabo de hablar con un cuate al que todavía no le acaba de caer el veinte de que ya se murió. Y creo que usted me escucha.

-Así hay algunos. Se engañan. Se hacen ilusiones. A mí no me hace ilusión estar vivo.

Evidentemente no le hacía ilusión. Una noche regresó de su trabajo y se pegó un balazo en la boca.

-Hay un instante, pequeñísimo –explicó don Pedro, como leyéndome la mente- entre cuando el gatillo ha sido apretado y la bala ha atravesado tu cerebro. Durante todo ese minúsculo lapso de tiempo pensé en Mariana, con mucha fuerza, y quise acompañarla en el resto de su vida. Para mí ya era tarde, pero ahí entendí que la quise mucho, realmente, como mi hija. Ya ves, la pasión me sigue.

-La primera pasión fue la política –dibujé una sonrisa cómplice.

-¡Qué va! –movió la mano despreciativamente, como alejando basurilla-. La primera pasión fue la música. Siempre. Pero habemos algunos que tenemos la mala fortuna de tener un poco de talento, pero sólo un poco, lo suficiente para darnos cuenta de nuestra habilidad y para soñar que la desarrollamos, pero no para ser verdaderamente capaces. El talento nos sirve para ver que no nos basta cuando el destino ya nos hizo la mala pasada de engañarnos. Siempre tuve capacidad para apreciar la música, para tocarla y disfrutarla. Pero era un intérprete mediocre, incapaz de destacar. Y mis composiciones me dejaban menos satisfecho todavía. ¡Mira dónde acabé! El joven que tocaba el cello y vivía con la ilusión de ser como Pau Casals, terminó como músico de cabaret, divirtiendo clientes en proceso de ahogarse en licor barato. El sino fue terrible: me quedé sordo como Beethoven o Smetana, pero sin la centésima parte de su genio. Sordo, pobre, tocando el contrabajo en el Run-Run, siguiendo desesperadamente con los ojos a mis compañeros, usando la memoria y no el sentimiento. ¡Mira dónde acabó esa pasión! Más que un hombre solo, el que se suicidó era un hombre desesperado, porque no podía sentir ya nunca más esa pasión que le había permitido superar el sufrimiento que le causaron todas las otras.

-En política fue distinto –prosiguió en voz tan alta que me sorprendió que no atrajera a otra persona o a otro espectro-. Fue una locura colectiva. Unos nos amábamos, y odiábamos a los otros, que a su vez se amaban, mojigatamente, entre ellos y nos odiaban con toda su pequeña alma. Era Cataluña, era España y era el momento. Estábamos arrebatados por la ilusión de un futuro que no fue. Al poco tiempo, estuvimos arrebatados de miedo, porque los nacionalistas nos iban a masacrar a todos. Fue el invierno más frío de mi vida. Frío por fuera y frío por dentro, además de la obligación de hacer que Montse sintiera mi calor. Salimos familias enteras, y miles de combatientes para cruzar la helada frontera. No íbamos en pos de la libertad, que por supuesto no encontramos en Francia, sino huyendo de un terror oscuro, innombrable. Los franceses nos enviaron a unos campos de concentración en los que solamente había un sol perezoso, arena, desolación y mierda, mucha mierda. Creo que esto, que ya te lo he contado, fue el premio a nuestra pasión. En mayo, llegó el primer barco que transportaría a un grupo a México, y nosotros, que nos queríamos tanto, ya éramos ratas y nos disputamos el lugar como ellas riñen por la comida. Unas ratas civilizadas, las de primera, la habían disputado con política –con cuchilladas en la espalda, que no sacan sangre, pero no duelen menos-; los otros, a golpes y a empellones. Montse y yo logramos subirnos al Sinaia. Mi hermano y su mujer, no. Allí nos entregaron a su hija, a la mamá de Mariana. “Nosotros ya nos jodimos, que ella sea libre”, dijo Luis, y tomamos a la bebita. El destino había hecho que tuviéramos una hija, nosotros que no podíamos concebir. Parecía una bendición en medio de tanta mierda esparcida por la pasión humana de la política. El mensaje de que el futuro existía.

-¡Y existía, don Pedro, aquí en México! –intenté animar al fantasma.

-Al poder huir después de una derrota tan grande, es normal, por un lado, tener esperanzas en el futuro, pero es normal, por el otro, que el sol del futuro que se vislumbre sea apenas tibio. Ya se te cayó la gran iglesia que pensabas construir. Te quedaste en harapos y azotando guijarros contra el suelo. Se te desvanecen las pasiones. A mí me quedaban mi mujer y la niña. Y una bola de amarguras a la mitad del esófago. Me quedaba más solidaridad humana que amor.

-¿No es el amor, don Pedro, el que lo tiene a usted todavía por aquí?

- Responsabilidad. Culpa. Solidaridad. Tal vez algo de amor. Pero lo primero tiene un peso titánico. La obligación, el deber. La sobriedad como único remedio contra el hecho terrible de que otros, que no debieron hacerlo, ganaron la guerra; contra el hecho terrible de que otros, y no yo, tienen el talento musical; contra el hecho terrible de que los grandes enamoramientos desembocan en mera simpatía, cuando no en odio y en desprecio; contra el hecho terrible de que la culpa no nos abandona, de que lo que ansiamos siempre estará lejano. Hasta la muerte, mira bien. Intento llevar con sobriedad mi condición de fantasma, aunque tal vez en esto sea tan patético como lo fui en vida.

-Usted nunca ha sido patético, don Pedro. En todo caso, su vida tuvo momentos trágicos.

-La tragedia es grandiosa. Yo fui un republicano, un socialista del montón. Fui un musiquillo. Fui un marido que supo estar con su mujer sólo cuando mató a la pasión. Fui un hombre que tuvo la suerte de que le fuera dada una hija, aun siendo estéril, y no la cuidé, permití que fuera víctima de sus pasiones, desperdiciara su vida cuando apenas empezaba y nos abandonara, dejándonos a Mariana. A Mariana la deserté muy joven, cuando la viudez y la sordera me hicieron hartarme de la vida. Mira, no hay gloria alguna en este fantasma. Por tanto, no hay tragedia alguna. Si soy patético, vivo o muerto, quiero tener al menos la dignidad de admitirlo.

El espectro calló y yo también me sumí en un silencio que duró interminables segundos. Don Pedro volvió a hablar:

-Me suicidé porque me volví incapaz de llorar como niño. Sólo podía tener ese llanto adulto, un llanto hacia adentro en el que todas las salidas están obturadas y no se prueba liberación alguna. Estoy aquí porque huí de la vida como si su soplo fuera el de un triste espíritu maligno. En la huída, la inquietud y la debilidad de apoderaron de mi ser. Y la detestable culpa. Me quedé en el instante en el que la bala está saliendo de la pistola. Ahí sigo, muerto pero sin descanso.

El espectro volvió a callar. Mi silencio parecía apenarlo.

-¿Podrás ver a Mariana? –gritó y me susurró al mismo tiempo, a modo de despedida, antes de traspasar la verja de la privada en la que vivió.

Los Fantasmas de la Colonia Juárez (III)






martes, 29 de octubre de 2013

Los Fantasmas de la Colonia Juárez (I)


-A Carlos Téllez, escritor erótico

I. El niño y Manuel

Podría decir que fue culpa del maldito vicio.

Estábamos en un bomberazo para el Secretario de Gobernación y se acabaron los cigarros. Había que seguirle dando toda la noche y apenas eran las doce. Me ofrecí a ir por unas cajetillas.

Podría decir que fue mi aversión a las grandes avenidas.

Decidí no ir hacia Reforma, al trillado Sanborns, sino buscar un supercito 24 horas en las inmediaciones. De seguro encontraría uno abierto a menos de tres cuadras.

Podría decir que fue la querencia.

De inmediato me interné por las calles en las que había transcurrido mi infancia. Me introduje en la extraña sensación de estar y no estar en el rumbo donde viví. Las calles eran las mismas; algunos edificios eran iguales. Pero hay negocios que cambian de giro, construcciones con otra fisonomía –pasé muy pronto frente a la que fue mi escuela primaria y ahora es un almacén polvoso, de mascarones rotos, que escupe cosas disímbolas: archivos de metal, cabeceras de camas de latón, candelabros de cristal-. Como si las calles de la colonia fueran un sueño. Sin embargo, estaba yo ahí. El espacio cambia con el tiempo. Se vuelve menos atrapable.

Llegué al Super 7 de la esquina de Versalles y Roma. Detrás de las rejas los empleados hacían cuentas. Estaban en inventario. No había servicio.

¿Para dónde lleva la querencia? ¿Buscamos o nos jala? Ví el edificio en donde pasé mis primeros años –una vulcanizadora en la planta baja, como siempre, pero ahora con nombre coreano- y como que deseé que de la ventana del que fue mi cuarto se asomara el niño que fui.

¿Fue eso lo que me jaló a caminar por la calle de Roma, un poco a ciegas, en busca de que otro supercito se me apareciera inmediatamente?

Mientras avanzaba hacia la iglesia del Sagrado Corazón, se me empezaron a agolpar los recuerdos. Yo estaba frente al cascarón semiderruido de lo que pretendió ser un castillo chaparro y gris: la delegación de policía, abandonada desde hace décadas, dejada a su suerte y carcomida por una maleza perezosa, de ciudad templada.

Recordé que enfrente de la estación de policía había una vez una tintorería, en la planta baja de un inmueble modesto. Esa tintorería explotó. Ahora, el espacio estaba ocupado por un gran edificio de oficinas.

Cuando la tintorería explotó, ahí estaba –por supuesto- el tintorero. Pero estaban también unos clientes, una familia. El papá, la mamá y dos niños. El más pequeño, de unos tres años, se puso a juguetear por el local. Se metió en la caseta telefónica que había allá adentro y, por esas cosas del destino, se cerró herméticamente segundos antes del estallido.

El niño ha de haber visto horrorizado como sus padres, su hermanito y el señor de la tintorería salían disparados como bolas de fuego y se convertían en carbón.

Cuentan las crónicas que los bomberos llegaron al lugar y se encontraron al pequeñito espantado dentro de la caseta intacta y con los ojos desorbitados, pero vivo. Un bombero cometió la impericia de abrir de inmediato la cabina: el niño se colapsó por el súbito cambio de temperatura y de presión. Murió al instante.

En lo que recordaba aquel suceso, yo ya iba por la esquina de Roma y Viena. Estaba avanzando a lo güey, así que decidí dar la media vuelta.

¿Qué me movió a ello? ¿Mi albedrío, mi destino? ¿O fue que tiraron de mí?
Al pasar frente al edificio de oficinas me pareció ver una pálida sombra moverse ligeramente entre los escritorios de la planta baja. Me detuve, extrañado, y me asomé entre los vidrios polarizados.

Entonces lo vi. Asomó su carita, casi translúcida, detrás de una computadora apagada, y corrió hacia una puerta. Retrocedí tres pasos para mirar mejor y era, o parecía ser, un niño como de tres años, vestido con un anticuado conjunto de camisita y shorts color amarillo canario –al menos, eso parecía advertirse-. Un niño rubio, de una palidez sorprendente. Un escalofrío me recorrió la espalda.

-No puede ser –me dije-, seguro es el hijo de un guardián o guardiana.

-Sí puede ser –me desdije- ¿quién puede traer un niño vestido así, con este frío, a dejarlo jugar a estas horas?

Estaba por preguntarme dónde estaba el vigilante cuando el niño volteó y me miró con ojos que mezclaban pánico y esperanza. Su carita cerúlea no parecía de este mundo.

Desorientado, caminó en zigzag hacia mí. Llegó a la ventana, puso su rostro en el cristal y me dijo con tono suplicante, en un sonido apagado, pero rauco:

-Aquí está muy oscuro. Tú tienes una luz.

Mi cuerpo entero era un enorme escalofrío. Entendí que había visto en mí la luminosidad equivocada. Estaba yo en ese momento de quietud en el que uno ataca o huye.

Corrí despavorido.

Atravesé la calle de Londres y, medio chocando con los juegos infantiles que hay en un parque medio imprevisto en plena calle Bruselas, apunté inconscientemente hacia la segunda casa en la que viví en la Colonia Juárez: un edificio en la esquina de Bruselas y Liverpool.

Quise recuperar el aliento en una banquita de piedra del parque. Desde ahí se veía, para no variar, la ventana de la que fue mi recámara. Tenía un vidrio roto, cubierto por un cartón. No me explicaba cómo había podido correr tan rápido, tan poca distancia y habiendo consumido tanto aliento. Mi respiración nomás no se normalizaba.

De pronto escuché una voz a mis espaldas.

-Hugo, ¿tienes un cigarro que me regales?

-De hecho salí a buscar cigarros –respondí mecánicamente, para luego caer en la cuenta de que quien me pidió el cigarro conocía mi nombre.

Mi sorpresa se convirtió en asombro y luego en estupor cuando volteé hacia la figura y lo reconocí.

-¡Manuel! –alcancé a decir, pero una cuchillita se me metió en la garganta al pronunciar las últimas letras.

-Hugo –contestó con calma la figura, y vino a sentarse junto a mí. A esas alturas me sentía muy confundido, incapaz de moverme. Apenas alcanzaba a musitar, sin demasiada convicción, “esto no es cierto”, “esto es un sueño”, “esto no me está pasando a mí”.

-¿Te acuerdas de la última vez que me dejaste en mi casa? –dijo esa sombra en la que ya se adivinaba el rostro de Manuel, un semblante azuloso pero por el que parecían no haber pasado los años.

-¿Cómo no me voy a acordar? Te dejé en la puerta de tu casa a las seis de la mañana de 19 de septiembre de 1985, y a las siete y veinte fue el terremoto.

-Sí –respondió Manuel- y mira en lo que convirtieron mi edificio.

El fantasma –ahora yo estaba seguro de que lo era- apuntó la mano macilenta a un estacionamiento.

-No construyeron nada, Manuel.

-Unos cobertizos pinches. Ahí los cuidadores se ponen a veces a escuchar cumbias y música norteña. Nos molesta mucho ese mal gusto.

-¿Me vas a decir que lo que fue el edificio está habitado por fantasmas?

-Algunos nomás. Estamos afuera los que nos gusta el rol. La colonia entera está habitada por fantasmas. Somos ánimas en pena –y suelta una risita irónica-.

-La verdad no sé qué somos –prosiguió, ante mi trémulo silencio-, ni a qué nos dedicamos. Yo creo que ya nos morimos pero no sabemos a dónde ir. Ni espantamos, ni hacemos obras buenas ni malas ni nos decidimos a largarnos. Algunos cantan arias de ópera, otros se quejan apagadamente, otros nada más deambulan. Somos fantasmas sin oficio ni beneficio –vuelve a soltar una risa amarga-. Fantasmas vagos, medio pendejos. De los que caminan de puntitas, no sea que los vivos se vayan a despertar.

-Oye Manuel, la verdad a mí sí me espantaste.

-Poquito güey, somos fantasmas light. Que quién sabe qué savia chupamos para no morirnos del todo, o para no despertarnos. A lo mejor somos los muertos agnósticos, que por dudarlo no nos fuimos ni al infierno ni al paraíso, y tampoco al ese más allá de los marxistas, que es la nada. Andamos aquí nomás, de dramáticos.

-Yo sólo te veo a ti –dije, pero al instante me corregí-, y ví al niño de la tintorería.

-Los niños fantasmas son muy inocentes. Están hartos de estar muertos, porque ¿sabes qué la muerte? Es un aburrimiento informe. Ellos han de creer que al rato van a venir sus papás a recogerlos. Ni se dan cuenta. Por eso mucha gente los ve. Pero, para su fortuna, pocos los reconocen. No saben qué terreno pisan. Terreno minado, mi buen Hugo.

-Como lo demostró el terremoto –aventuré, queriendo que el concepto de terreno minado no se refiriera a otra cosa.

-¡Qué mala onda que hayas sido tú el que me dio aventón ese día! Lo siento. Debimos de haber seguido festejando el aniversario del periódico.

-Sí, pero ¿cómo iba yo a saber que te quedaba apenas hora y media de vida? –me justifiqué.

-Cómo ibas a saberlo –exhaló fríamente, pero con voz comprensiva-, pero ojalá me hubiera quedado sólo hora y media de vida.

-Lo sé, era un decir –intenté de nuevo una justificación, pero el fantasma parecía tener la necesidad de contármelo.

-Ojalá una viga de concreto me hubiera caído encima, como dicen que le pasó a Rockdrigo y a su chava. Pero no. Yo sentí el movimiento de inmediato, que es como decir que de inmediato se me bajó el pedo, y trastabillando me acerqué a la puerta. Las paredes se hacían curvas y yo me decía: “ya no estoy pedo, esto es un temblorsote”, pero no me tenía la confianza para bajar. Pensaba que si intentaba bajar las escaleras, el edificio se me vendría encima. Se escuchaba una combinación de gritos humanos y golpes de todo tipo. Alacenas enteras, libreros, jarrones, muebles de todos los tamaños que se venían abajo. Y debajo de los gritos y de los golpes, la tierra zumbaba y retumbaba. Me quedé bajo el umbral. Siempre habían dicho que era el lugar más seguro. Me dí cuenta de que sí lo era cuando todo el edificio se desplomó. ¿Sí sabes que sobreviví al derrumbe?

-Sí –asentí con la cabeza gacha.

-Ahí me quedé, en el quicio de una puerta destrozada que no daba a ningún lugar. Frente a mí sólo había piedras y pedazos de concreto. No podría dar ni un paso hacia delante. Y atrás, ya no tenía departamento: otra montaña de piedras, polvo, metal, concreto, una horrible masa mineral en la que se adivinaba la mano torpe del hombre. En pocos segundos pasé por tres sensaciones diferentes. La primera, un resignado “ya valí madres”; la segunda, un sorprendido “la libré”; la tercera, la que duraría más tiempo, era la sensación de estar atrapado sin remedio. Apenas se asentó el polvo –han de haber sido pocos segundos- tuve la intuición de que esa sería la sensación dominante para el resto de mi vida.

-Saliste para contarme esto, ¿verdad? –le dije a Manuel, cuando creía empezar a comprender.

-Salí porque te encontré –contestó, para seguir su monólogo-. Es el pedo de prevenir a medias, mi buen Hugo. Los que no previnieron murieron al instante; los que sí, se salvaron y los otros, los que nos quedamos resguardados bajo el marco de una puerta que no da a ningún lado, ni vivimos ni morimos: prolongamos nuestra agonía.

El peso del vacío encima del estacionamiento me pareció, en esos momentos, enorme, insoportable. Manuel continuó:

-Lo peor es la esperanza. Yo me quedé derechito, como soldado, y me puse a pensar. Hubo un gran terremoto en la ciudad, me dije. A lo mejor este es el único edificio que se cayó. A lo mejor son cientos o miles. A lo mejor México no existe. De eso depende si vienen a rescatarme a mí, a los otros que están callados como yo o a los que lanzan esos quejidos lastimeros que se oyen muy a lo lejos. No me podía casi mover, pero había huecos de mediano tamaño entre el cascajo. Era oxígeno para un rato. Gritar a lo loco, excitarse de más, implicaría gastárselo más rápido. Cada grito no escuchado crea la necesidad de otro grito, más fuerte, y eso puede derivar en desperdicio de energía vital. Mejor un solo grito, fuerte, cada media hora. Y aguzar el oído. Lo ves, la esperanza de la razón, el cerebro trabajando a mil por hora, a todo lo que da, con tal de sobrevivir. Y encima de todo, el sentimiento de que te sepultaron vivo, de que estás en un catafalco cuando tienes un chingo de ganas de salir, de ver el sol, de pasear con todas las personas que quieres y decirles lo mucho que significan para ti. Ahí estás, callado, inmóvil, muerto en vida, pero vivísimo, tratando de controlar tu respiración para no agotar el oxígeno precioso, quemando tus amores y tus pensamientos en el cerebro, esperando que alguien llegue a rescatarte, gritando por auxilio a intervalos que parecen eternos. Es de la chingada. Han pasado 25 años y sigue siendo de la chingada. La pinche esperanza a la que te aferras porque no te has muerto todavía porque eres joven y por definición te queda mucho por vivir, mucho por gozar, mucho por descubrir, mucho que dar, mucho, mucho, mucho, y no tienes más que pedazos de tabique, bloques rotos de cemento, hierros retorcidos en una penumbra casi total. Para colmo estás de pie, erguido, en posición de firmes. Tú de pie, en un mundo desmoronado que te tiene atrapado, en el que ya nadie responde a tus gritos de “¡vecino!” y por el que la eternidad parece pasar a cada minuto. Yo pensaba que llevaba adentro unos tres días cuando me dí cuenta de que la oscuridad se hacía paulatinamente más grande. Apenas anochecía. Unas doce horas, y yo creía que habían pasado tres días, o cuatro.

“¿Cuánto tiempo habrá pasado desde que salí a comprar cigarros?”, me pregunté en silencio. La respuesta podía ser quince minutos, pero tal vez estaba en un espacio en el que el tiempo se había fugado. Manuel no interrumpió su discurso.

-No tienes idea, Hugo, de qué tan seca tenía la boca. Entre la resaca de la noche anterior, el miedo, el polvo que se me había metido en cada poro y el tiempo, crearon una sensación que no se me quita. Luego empecé a sentir que se me dormían las piernas. Es curioso, cuando decimos que se nos durmió un pie, en realidad está en la duermevela; está resistiéndose y por eso todavía cosquillea. Cuando se duerme de verdad, dejas de sentirlo. Sabes que ahí está, pero es como si los nervios se le hubieran desconectado. Todo tú te empiezas a desconectar. Yo me debatía entre el miedo de que fuera la desconexión final y la esperanza de entrar en una especie de hibernación, en la que gastaría menos oxígeno y daría más tiempo para que alguien viniera a mi rescate. Mis deseos más vitales –sol, luz, aire, agua, un abrazo humano- se iban, poco a poco, convirtiendo en sueños. O en alucinaciones. En un plácido refugio. Si salía de ahí sólo encontraría la penumbra, la sensación de aplastamiento, el olor a tierra en proceso de descomposición, una soledad de la chingada.

-Lo peor ha de haber sido la soledad –me atreví a comentar.

-Lo peor, te lo dije ya, fue la esperanza –repuso la sombra-.  La esperanza, entre otras cosas, de que se acabara esa maldita soledad que me invadía. Hacia el final, en los últimos momentos lúcidos antes de entrar a este sueño del que no sé si nunca desperté, llegué a pensar que yo era la única persona viva en la ciudad. Para entonces la ciudad se había convertido en el universo para mí: yo era el último, solitario y jodido, ser humano. Cuando intenté razonar de que no era así, me sumergí en otra idea: la de una larguísima pesadilla. A lo mejor por eso sigo rondando por aquí. A lo mejor no estoy muerto y llevo muchas horas o muchos días encerrado en un sueño largo: que me morí en el terremoto y me convertí en fantasma y deambulé por años en un espacio de menos de mil metros cuadrados, pero con todo el aire que necesito, siendo aire yo mismo.

-Pero sí estás muerto, Manuel –dije, muy serio-.

-¿Es cierto que tengo la muerte en el rostro? –preguntó con tono seco, casi malévolo, conminándome a desdecirme.

-Ya te lo han dicho, ¿verdad? Lo siento pero estás muerto.

El fantasma consintió al fin:

-Parece que más que tú. A lo mejor sí me morí y no termino de convencerme. A lo mejor no aprendí nada y, como aquella mañana, me quedé en el quicio de la puerta, sin poder regresar al mundo de los vivos, que se quedó tapiado, y sin ser capaz de entrar al de los muertos, que supongo ha de ser algo así como resignarse a no tener jamás otro contacto humano.

Tomé fuerzas, tal vez porque la frase de “más muerto que tú” me pareció rudeza innecesaria, para ver al fantasma a los ojos (a una tormentosa difuminación de ojos):

-Te moriste, Manuel. Duraste vivo día y medio, según calcularon los médicos que estaban con el escuadrón de rescate. Se llevaron tu cuerpo, junto con otros miles, al estadio de beisbol. Ahí fue la morgue en lo que los identificaban e los enviaban a panteones y crematorios. Al final creo que te cremaron. Yo no fui. En la redacción del diario te hicimos un homenaje. Estás muerto. Al menos tu cuerpo está muerto.

-Yo estaba vivo y no sentía mi cuerpo –dijo el espectro, entre suspiros-. Seguro que estaba vivo. Luego se volvió a hacer más de noche. Entre sueños –una lata de atún amanecía, como un sol, sobre el mar- sentí una sacudida. El edificio se reacomodó. “¿Por qué esa lata?”, pensé. La quise sustituir por rostros amados. No pude. Luego no recuerdo más.

Manuel bajó la cabeza. Creí que iría desvaneciéndose, pero simplemente se quedó inmóvil. Comprendí que no era la primera vez que revivía en su memoria de fantasma el recuerdo de su muerte. Que seguía ciegamente rebelándose, deseando más vida, aunque tuviera menos que un sucedáneo.

Me animé a darle una palmada en el hombro: a brindarle ese tipo de contacto. El hombro desapareció y volvió a su lugar un instante después del paso de mi mano. La sentí cubierta con una suerte de rancia humedad, vagamente viscosa. Fue como darle una palmada a la niebla.

Los Fantasmas de la Colonia Juárez (II)

Los Fantasmas de la Colonia Juárez (III)