viernes, 24 de agosto de 2012

El ladrón de la Mona Lisa



Hace 101 años desapareció la Mona Lisa del Museo del Louvre.

El principal instrumento que utilizó el ladrón, el italiano Vincenzo Peruggia, para perpetrar el robo fue una bata blanca. Esta bata era del tipo que usaban los trabajadores de administración y los restauradores del museo.

Vincenzo Peruggia
El domingo 20, Vincenzo se ocultó en uno de los numerosos armarios empotrados del Louvre, que servían como almacén de lienzos y caballetes. El lunes siguiente el museo no abría sus puertas al público. A las 7:20 a.m., tras de que el equipo de limpieza pasó por la sala Carré, donde estaba la Gioconda, Peruggia salió de su escondite y descolgó la obra.

El cuadro es pesado, pero pequeño, así que el ladrón lo escondió bajo su bata. Se enfiló hacia la salida. Peruggia conocía bien el Louvre, trabajaba como cristalero allí desde octubre de 1910. Sabía que era una coladera. Pasó por la zona de guardias aprovechando un momento en el que el vigilante salió a tomar agua. Entonces se le apareció un problema: la llave de la puerta de salida, que había fabricado, no embonaba. Estaba encerrado en el museo y con la pieza encima.

Pero los hados estaban con el italiano. Por ahí pasó un plomero que trabajaba en el museo y tenía llave. Le abrió cortésmente al ladrón.

Peruggia se dirigió a su habitación, en Rue de l’Hôpital Saint Louis, muy cerca del museo, y escondió la pieza. Acto seguido salió como condenado del edificio, haciendo ruido. Son las 9 y ya debería estar en su trabajo en el Museo, dijo a los vecinos.

Aquí falta La Gioconda
A su llegada (es decir, a su vuelta), saludó a todos con afabilidad. Pocos minutos después, los inspectores se dieron cuenta de que la Gioconda había desaparecido.

La policía estaba como loca. Interrogó a un sospechoso, el joven artista Pablo Picasso, que había comprado unas estatuas ibéricas robadas al Louvre. A Picasso también lo incriminaba un chistorete que solía decir a sus amigos: “Voy al Louvre ¿se les ofrece algo?”. Otro que se las vio negras fue el poeta Guillaume Apollinaire, culpable de que un empleado suyo presumiera de haber robado las famosas estatuillas, tiempo atrás.  Apollinaire estuvo incluso en prisión, era el principal objeto de las sospechas policiacas. Pero la Mona Lisa no aparecía.

La policía visitó al ex trabajador del Louvre Vincenzo Peruggia en su departamento. El italiano tenía una buena coartada sobre el día del robo.  No sabían los flics que en el cajón de una pequeña mesa en esas habitaciones estaba escondida la obra maestra de Da Vinci.  Cuenta la leyenda que el inspector firmó el memorándum de la visita policiaca sobre esa mesita, ignaro de que tenía la Gioconda casi a sus pies.

El Louvre llegó a rendirse. Hoy hace cien años, en el lugar correspondiente a la Gioconda, se exhibía una pintura de Raffaello Sanzio di Urbino.

Tras dos años en París, Peruggia se llevó la Mona Lisa a Italia (así, en tren, en su baúl) y se estableció en Florencia.

Allí contactó a Alfredo Geri, dueño de una galería florentina. Según Geri, le pidió medio millón de liras por la obra.  Vincenzo Peruggia le habría dicho a Geri que el pago era por el hecho patriótico de haber regresado la pieza a su tierra natal.

1913: La Mona Lisa en los Uffizi
Geri le dio por su lado (“el avión”, como se dice) a Peruggia, pero contactó a Giovanni Poggi, director de la Galleria degli Uffizi, quien autentificó la obra de Leonardo. Geri y Poggi dieron aviso a la policía, la que capturó a Peruggia. 

Este insistió que su acto fue patriótico, “recuperar lo robado por Napoleón” (Peruggia no era ducho en historia: ese cuadro se lo llevó Da Vinci a Francia y lo regaló a Francisco I, más de dos siglos antes de que Bonaparte naciera).

Peruggia en el juicio
En su juicio, la corte consideró el “patriotismo” del ladrón de la Gioconda, que  recibió una pena de un año de prisión, cumplida sólo parcialmente.

A su salida de la cárcel, Peruggia fue recibido como un héroe por sus compatriotas italianos. Lo que no obstó para que fuera llamado a filas en la I Guerra Mundial. Allí fue capturado y hecho prisionero.

Tras ser liberado, Vincenzo regresó a Francia, con un pasaporte falsificado (se ve que le encantaba burlarse de los franceses). Ahí vivió varios años, y murió de un infarto el día de su cumpleaños 44.



miércoles, 15 de agosto de 2012

Don Susanito y la Venus Desnuda




Esta es una historia acerca de una mujer extraña, unas estatuas vivientes, una búsqueda infructuosa y un destino cruel.

Empieza en la cocina del Castillo de Chapultepec en tiempos de don Porfirio, uno de mis lugares favoritos. Ya saben que soy bien tragón.

Cuando servía como Secretario Particular para Asuntos de Farándula del señor Presidente Díaz solía ir a su cocina a gorrear. “Pleitos con todos, menos con la cocinera”, dice el refrán, así que me hice amigo de don Hermann Bellinghausen, chef de Palacio.

Doña Carmelita Romero Rubio había mandado traer a don Hermann desde Cristianía, hoy Oslo, donde trabajaba en la casa real. Bellinghausen era jefe repostero en el palacio de Oscar II de Suecia y de Noruega. Carmelita quería un chef digno de la nobleza y lo fichó.

El alemán don Hermann se las daba de visionario. Según él, había previsto la futura independencia noruega y optó por tierras mexicanas. Eso mismo dijo cuando de improviso, poco antes de la Revolución, dejó la casa presidencial de los Díaz-Romero Rubio. Doña Carmelita, en cambio, afirmaba que lo había corrido, porque Bellinghausen se quedaba con los vueltos del mandado.
 
El caso es que con sus ahorros (o el vuelto), don Hermann puso un restaurante en la lujosa colonia Juárez, que aún lleva su nombre.

Yo mantuve la amistad con Bellinghausen y aproximadamente cada bimestre iba a visitarlo y gozar de su comida y su amena plática.

Habrá sido en 1911 o 1912 cuando, después de haber bebido un par de botellas de buen vino alemán, nos pusimos a hablar de arte y de mujeres. Don Hermann decía que los alemanes, no los ingleses o italianos, eran los verdaderos cultores de la belleza femenina, de la belleza humana. A media plática, se levantó de improviso, abrió un cajón y me enseñó un portafolio lleno de estampas que me dejaron estupefacto.

Las primeras imágenes eran fotografías de una mujer completamente desnuda, cubierta de un polvo que la hacía parecer estatua de mármol. La mujer se llamaba Olga Desmond, personificaba a Venus. Era una estatua viva.

Herr Bellinghausen me explicó que Olga posaba siempre como si fuera una obra de arte clásica. Berlín era la nueva Atenas. Esta pionera del body-paint organizaba las Noches de Belleza (Schönheitsabende) de la Asociación de la Cultura Ideal, que presidía. “El arte es mi única deidad, ante la que me inclino y por la cual estoy dispuesta a hacer cualquier tipo de sacrificio”, había declarado ella. 

La sensación que me invadió era mixta. Por un lado, admirar el cuerpo. Por el otro, el placer estético de ver algo muerto-vivo.

También me vino a la mente la reproducción de la serie de Pigmaleón, de Sir Edward Burne-Jones. El escultor se enamora tanto de su obra, que le da vida. Algo así sentía yo al ver a Olga Desmond.


Don Hermann fue por otro dossier. Esta vez eran una mujer y un hombre, en poses mitológicas. Olga Desmond y Adolph Salge.

Una escultura es un bloque de piedra trabajado para parecer vivo. Ellos generaban el efecto contrario: un humano petrificado.  ¿Había visto la Medusa a Desmond y Salge?



Bellinghausen y yo pasamos del vino al ajenjo. Amanecimos hablando de la imagen y la realidad, del clasicismo y la Venus Desnuda de Prusia.



Pasaron los años –difíciles en México y en Europa- y esas imágenes habían quedado impregnadas en mi retina. Tenía que conocer en persona a la beldad.  A principios de los años 20 tuve por fin la oportunidad de ir a Europa. En Berlín, busqué si había algún espectáculo de la Desmond. Allí me enteré que la señora era bailarina. Que había inaugurado todo un estilo y que su especialidad era la danza de las espadas. 

Olga había inventado un sistema de anotación dancística, una suerte de lectura de los pasos. Y era fan de bailar con poca ropa.

Desgraciadamente, al evento que fui –y que se presentó en esperanto, idioma más asequible que el alemán- resultó ser una conferencia sobre ella.

Mis amigos alemanes, los Von Sauerkraut, se enteraron después que Desmond acababa de retirarse, para dedicarse a la enseñanza de la danza.

Sin embargo, pude ver una película con ella como actriz: Mut zur Sünde (Valentía para pecar). No le entendí nada, pero gocé de su presencia.

Supe, entonces, que las fotos que habíamos visto originalmente Bellinghausen y yo databan de 1907, cuando ella tenía apenas 16 años. En otras palabras, era una adolescente super-vanguardista.

Bellinghausen terminó por heredar el dossier de fotografías de Desmond y Salge a su nieto homónimo, hoy periodista.

Tras la búsqueda infructuosa de aquella musa que hacía tenue la línea entre imagen y realidad, me interesé por seguir sus pasos desde lejos. Así fue que supe que, ya anciana, presenció desde el lado este de Berlín la construcción del Muro, que aplastó las flores en la primavera de 1962.

Desmond resultó ser una de esas flores. Su escuela de danza fue clausurada por las autoridades comunistas, por decadente y burguesa. Ella, que tenía 71 años, fue obligada a trabajar limpiando pisos y baños, para expiar sus pecados contra el proletariado; se sostenía vendiendo, en el mercado clandestino, las viejas postales de sus momentos de gloria, juventud y belleza.

Una noche de 1964, mientras lavaba letrinas en el metro de Berlín, en el lugar menos bello que se podía encontrar en el mundo, la muerte sorprendió a la Venus Desnuda de Prusia.