miércoles, 27 de junio de 2012

Viajeros en el tiempo (La Plática de Cambridge)



Esta es una plática que sostuve en la ciudad de Cambridge, Reino Unido, el pasado 31 de mayo, ante un público selecto.

El pasado es un país extranjero, allí hacen las cosas de manera diferente”, decía L.P. Hartley en su novela El Mensajero. Bien harían los historiadores, y todos nosotros, en entender el pasado así. Podríamos viajar por el tiempo como cuando se viaja a otro país.

Cuando piensas en el pasado como en algo que está sucediendo y no en algo que ya pasó, se hace posible una nueva manera de concebir la historia. Sólo así puedes descubrir los problemas que la gente común tenía, en cómo disfrutaban la vida y en cómo eran ellos mismos.

Cuando veo gráficas estadísticas en libros de historia pienso: “no toman en cuenta las sensaciones de estar vivo en otra época”. Habría más bien que pensar en por qué la gente hacía esto o lo otro, o porque tenían ideas que hoy consideramos absurdas o anticuadas.

Casi siempre han sido obras de ficción histórica las que nos llevan de paseo por el tiempo. ¿No podrían intentarlo las investigaciones “serias”? Entender el pasado es un ejercicio tanto de experiencia como de conocimiento. Es una búsqueda de conexión con nuestros antepasados. Esa búsqueda es, necesariamente, también emocional, afectiva. Debería ser intentar ponernos unos segundos en sus zapatos.

Hay que recordar que estar conscientes de estar vivos en el Siglo XIX o en el XVI es como estar vivos hoy. A lo mejor nuestra comida es diferente, vivimos más tiempo, cosas que hacían antes nos parecen horribles, pero igual somos humanos. Pero en todos los siglos sabemos lo que es el cariño, la enemistad, la tristeza, la ambición, el deseo, la risa, el dolor y el miedo.

Entender eso debería ayudarnos a viajar virtualmente por el tiempo y no sólo conocer, sino convivir de alguna forma con quienes habitan el pasado. Porque el pasado no lo habitaron datos y evidencias, sino comunidades vivas, de hombres y mujeres de carne y hueso.

Tengo la impresión de que los historiadores académicos no discuten el pasado, sino sus evidencias. Como diseccionar un cadáver. Uno encuentra análisis de los efectos sociales de la Revolución Mexicana o de las consecuencias de la peste bubónica que no toman en cuenta lo que vivió la gente. Podemos hablar del fin de la aristocracia o de los efectos positivos de la caída en la población, pero eso no nos dice nada de quien vivió esos sucesos. Pregúntele qué opina de la Historia a quien tuvo que enterrar a sus seres queridos.

De ahí que crea que la mejor manera de conocer la historia sea intentar viajar al pasado. Usar las evidencias sólo como vehículo.

Así, el México porfirista o la España medieval no son algo muerto y sepultado, de lo que tenemos un conocimiento limitadísimo. Pero si los tratamos como algo vivo, no hay más límite que la experiencia y la curiosidad. Nos podemos hacer cualquier pregunta acerca del pasado. Los límites de la historia son los que marca la gente con sus preguntas, no los que determinan los historiadores académicos.

Todo cambia. Somos diferentes a los de ayer. Pero no cambia la naturaleza humana, en lo esencial. Eso es algo que nos permite viajar en el tiempo. 

Por eso mismo, no hay una sola Historia. Hay muchas. Difícilmente dos turistas en el extranjero platicarán el mismo relato a su vuelta. Por supuesto, si llovía y hacía frío, no podrán decir que había sol y calor. Y si vieron un gran castillo de piedra, no podrán decir que era una choza de paja. Pero cada quien tiene sus intereses, su punto de vista, su curiosidad personal. Así hay que tomar todos los relatos históricos.

Decía W.H. Auden que para conocer el propio país hay que conocer al menos otros dos. Lo mismo vale para los tiempos. Para conocer nuestra propia era, nuestro siglo, habría que conocer al menos otros dos. Lo mejor para ello, es viajar en el tiempo.

Iba yo a continuar mi disquisición cuando, al hacer un ademán enfático, tiré el vaso de Guinness sobre mi camisa y pantalón. La selecta concurrencia del pub The Empress soltó una risotada colectiva.

martes, 12 de junio de 2012

Gato por liebre



Hay quienes creen que lo más difícil de las guerras y revoluciones son las batallas. Se equivocan. Lo más difícil es el hambre.

Después de la Decena Trágica, la ciudad de México no tuvo grandes acontecimientos bélicos, pero quienes ahí vivíamos la pasamos muy mal.

Primero fue el gobierno de Victoriano Huerta, brutal y represivo. Lo que privaba era el miedo a criticar al General, porque podías perder la vida. Huerta, además de todo, resultó pésimo administrador. Agotó la deuda pública y todo el dinero se lo gastó en armar a su Ejército, sus derrotados pelones. No gastó un centavo en obras de infraestructura, educación o salud. Todo fue para el esfuerzo bélico… y acabó perdiendo.

Al ir Huerta perdiendo fuerza, la ciudad quedó cada vez más rodeada por fuerzas hostiles a su gobierno.Eso significaba que había más dificultades para que llegaran provisiones a la población… o materias primas para la industria. El resultado: falta de trabajo por la paralización de numerosas fuentes industriales, mercantiles, bancarias y agrícolas

Así que cuando Huerta se fue por piernas, la ciudad estaba empobrecida y sin empleos, además de que alimentos y vestido habían subido mucho de precio

El maíz que en 1911 costaba 8 pesos la carga, valía 200 pesos. El cuartillo de frijol, de 15 centavos a  4 pesos. La pieza de pan, de 2 centavos, a 25

Soldadera yaqui en la capital
Entonces, en el otoño de 1914, llegó a ocupar la ciudad el Ejército Constitucionalista. La gente salió a vitorearlos, pero Obregón regañó a los capitalinos.Don Álvaro nos dijo que no habíamos hecho nada para salvaguardar al presidente Madero y nos habíamos plegado a Huerta.

Lamentablemente, el sonorense tenía razón.

Ante la imposibilidad de conseguir créditos, el gobierno de don Venustiano Carranza se financió a través de la emisión de papel moneda propio, al que se conoce popularmente con el nombre de bilimbiques. Los primeros bilimbiques que yo vi fueron los que soltaron los soldados del Ejército Constitucionalista tras ocupar la capital.

Recordemos que todo billete es un pagaré: “El Banco de México pagará a la orden del portador”, decían. Es un título de crédito, basado -precisamente- en la credibilidad de quien lo emite..La emisión de bilimbiques era la expedición de millones de pesos en pagarés del gobierno constitucionalista

¿Sabíamos si el gobierno constitucionalista iba a pagar esos pagarés? No. Pero se aceptaban porque ellos tenían el poder. De la misma forma, hoy aceptamos los billetes de Banxico porque son pagarés de curso legal, según el Supremo Gobierno

El caso es que, durante la ocupación constitucionalista, corrieron paralelos los pesos-oro y los bilimbiques. Como ustedes se imaginarán, aquello fue un verdadero relajo. Los pobres tenían bilimbiques, y los ricos, pesos-oro. 

Se generó un doble circuito monetario, con la devaluación constante del bilimbique respecto al peso-oro: es decir, bajaron los salarios. También se trastocaron los precios relativos. Los enseres de casa, los predios y los autos bajaron respecto al vestido y, sobre todo, a la comida

Decían unos científicos que habían trabajado con Limantour, y entonces andaban de mil usos, que era un asunto de “la oferta y la demanda”. El caso es que no había oferta de comida. En parte por escasez, en parte porque fayuqueros, coyotes y oficiales carrancistas la acaparaban

Entonces empezó la furia popular. Por hambre. Lo primero, lanzarse no contra los acaparadores, sino contra los abarroteros. Aquello fue una tempestad de xenofobia, porque muchos comerciantes de alimentos eran españoles, “gachupines”. Hubo casos graves. Como un carnicero de Indianilla, que fue muerto a golpes por la turba. Había abusado de una niña a cambio de un kilo de aguayón.

Lo primero que escaseó fue la carne. Luego el huevo y las verduras. Luego el maíz y los frijoles. En los mercados había poco y caro. Yo me las arreglaba a como podía, guardando mis pesos-oro y gastando mis bilimbiques. El dinero malo desplaza al bueno de circulación.

¿Ir a Pénjamo? Ni pensarlo. Hubo una inundación fuerte y por ahí estaban los trancazos. ¿A León, con mi hermano? Peor. Hubo tremenda batalla y habría todavía más.

Entonces a cada rato iba a gorrear a casa de mi hija o con la tía Toncha. Me sorprendió ver que ellas también pasaban apuros. 

No podía ir a la casa de Coyoacán de mi amigo José Juan Tablada, porque las hordas zapatistas la habían saqueado e incendiado. Tablada había huido del país, pagando así su error de hacerse jefe de redacción de El Imparcial, convertido en vocero oficioso del huertismo. Así de cerca estaban los zapatistas. De nada sirvió el muro extra que construyó Kiroshi, el jardinero japonés de Tablada. No sé si el proyecto de Kiroshi –un veterano de la guerra ruso-japonesa- de electrificar la alambrada haya funcionado. Lo dudo. Así acabó destruida la famosa casa del poeta, con su pabellón japonés, su biblioteca y su colección de antigüedades.

Continúo. Una ocasión se anunció que habría distribución de frijol y maíz en un almacén y se juntó un montón de gente. Pensé en que tal vez podría conseguir algo, pero aborrezco los empujones. Y además, los constitucionalistas estaban alejando a los hombres a culatazos. Nomás podían entrar mujeres. 

De lejos lo miré, y junto a mí, tras tomar la foto de los culatazos, llegó el fotógrafo Casasola.

Casasola me dijo: “está cabrón” y  tomó la foto que encabeza esta entrada del blog, la de las mujeres arromolinándose con sus canastas.

Cuál sería mi sorpresa cuando veo que, entre la bola sale, con su saco de frijoles, Chona, la abuela de la actual Chonita, criada de Tia Toncha.

-¡Chona! –le grité-. “Compirmiso, siñor”, dijo ella, alejándose apenada. Pensé: “sí que está cabrón si Tía Toncha la mandó a pelear el frijol”.

Luego recordé que la última ocasión que había visitado a Tonchita no vi un precioso reloj Luis XV, de bronce, con un angelito. ¿Lo habría vendido por comida? Capaz, había quien se deshacía de todos sus enseres, de su flamante automóvil, de su virginidad, a cambio de alimento.

Esa noche me asaltó la mala conciencia. ¡Cuántas veces había yo llegado a casa de Tonchita, como si nada, a consumir cava y bastimentos!

Al día siguiente, como llamado por la Providencia, se me apareció un rapaz, un niño de 9 años llamado Miguel, con una oferta, una propaganda, una promoción. El granuja me dijo que su abuelo había cazado una liebre en los llanos de Anzures y que, si yo quería, se la podía comprar. Pidió cuatro pesos-oro.

-Enséñame el animal –le dije-. Me lo mostró, despellejado y sin cola. Luego me enseñó la colita de conejo. “Me la quedé para que me dé suerte”, agregó.

Cavilé dos cosas. Que la que da suerte es la pata de conejo y que aquello, si era liebre, tenía cabeza como de gato.

Pero hacía semanas que no había nada, nada de carne. Pensé en que podría agasajar a doña Toncha con una liebre pirata, que a caballo regalado no se le mira el diente y que el hambre manda. Cuatro pesos-oro eran como 360 actuales. Ofrecí al niño 10 pesos-bilimbique (260 de hoy).

Así que el día menos esperado llegué a casa de Tía Toncha con el gato, debidamente descabezado, destripado y cortado en piezas, como regalo.

“-Mire lo que le traje, Tonchita” –le dije-. Ella vio con gusto el regalo y me constestó: “ahora vamos a arreglar esta carne”. Sacó de su cava un vino viejo (se descorchaban los vinos cada vez más viejos, porque no había provisión de nuevos) y fue a la cocina. Fui tras ella. Sacó un manojito de apio, ajo, albahaca y romero que tenía de su jardín, un jitomate, vinagre y un poquito de jerez.


En medio de la hambruna que azotaba la ciudad, Toncha y yo tuvimos una comida opípara, rociada del mejor vino. Al terminar, tuvo la amabilidad de ofrecerme un traguito de un coñac casi tan viejo como nosotros. Encendimos sendos habanos.

“Don Susanito” –me dijo- “¿se dio cuenta usted que los huesos del conejo eran redondos, como de pollo, y no planos? ¿Y se dio cuenta que este conejo tenía unas patitas traseras muy flaquitas?"

“La verdad no me fijé, Tonchita” –me hice el occiso- ¿Por qué? La Tía Toncha me miró, severa.

“Porque le dieron gato por liebre” –respondió- “Acabamos de comer gato alla cacciatora”

Abrí los ojos tanto como pude. Tonchita adivinó que yo sabía. “Estoy en contra de comer estos animalitos, pero ese ya estaba muerto”.

“Oiga, y si le doy las vísceras, podría preparar un paté de foie chat”, pregunté antes de esquivar un abanicazo.

A los pocos días ya no hubo agua potable, ya no circularon tranvías y carruajes. Los constitucionalistas se retiraron.

La ciudad ahora quedaba a merced de Zapata, a quien Díaz Mirón bautizó, desde El Imparcial, como "El Atila del Sur". Las clases medias y altas nos encerramos a piedra y lodo. Si los carrancistas habían hechos destrozos, ¿qué no harían estos indios?

Llegaron tranquilos, con su vestimenta de manta, casi sumisos, maravillados por la ciudad. Pedían limosna o pagaban lo que compraban. No hubo ni las ocupaciones de casas elegantes, ni los aspavientos en los prostíbulos de los norteños. Pero habría un hambre todavía peor.

¡Quién iba a decir que extrañaríamos al gato! A los pocos meses no se oía un maullido o un ladrido en toda la ciudad.