lunes, 26 de marzo de 2012

Chin-Chun-Chan y una corbata de moaré


Déjenme platicarles de mi participación en una zarzuela famosísima de 1904, Chin-Chun-Chan, y también de una corbata.

En tiempos de Don Porfirio, la zarzuela era uno de los espectáculos más comunes y populares, como ahora es el cine.  

Había espectáculos más para la prole, como el teatro obrero, de corte socialista-fabiano y el teatro frívolo, con chistes de doble sentido y harto can-can. Si un catrín de sombrero de copa entraba a un teatro frívolo, un jacalón como el Olimpo, lo recibían con silbatinas y lo corrían a naranjazos.

Las clases altas preferían el teatro serio –obras de Racine o Shakespeare-, los conciertos y la ópera. Veían con desdén al teatro frívolo, sicalíptico.

La zarzuela, en cambio, era para todos. En ella, como decía mi amigo Gutiérrez Nájera: “conviven la chamarra y la levita”, aunque él criticaba mucho los modos de la prole, que no se quitaba el sombrero y gustaba de interrumpir las obras con alguna frase soez.

La mayor parte de las zarzuelas eran españolas. Se estrenaban entre 30 y 50 por año, sin contar los remakes, que eran el pan nuestro de cada día. Había dos tipos de zarzuela. Las de tres actos, llamadas “género grande” y las de un acto, el “género chico”. Sólo muchos años después se referiría uno a la zarzuela como el género chico y a  la ópera como el género grande.

Algunos empresarios, para aumentar sus ingresos, empezaron a cobrar por hora en el teatro. Así surgieron las tandas. Una obra tras otra. El caso es que la demanda de zarzuelas era tan grande, que empezaron a aparecer obras de autores mexicanos, que casi siempre eran “teloneras”.

A principios del Siglo XX los teatros de zarzuela en la ciudad eran el Principal, el Riva Palacio, el María Guerrero, el Apolo y el Guillermo Prieto. El Teatro Principal era administrado por las hermanas Moriones, unas ex tiples muy buenas para el negocio. Es decir, muy cabronas. Las Moriones eran atrevidas. Una vez hicieron una zarzuela con los papeles cambiados: los hombres hacían parte de mujer, y viceversa. Fue en los días de los 41 y aquello causó un escándalo en la prensa bienpensante.

Don Luis G. Jordá
Don José F. Elizondo
Bueno, para no hacer el cuento largo, las Moriones le ofrecieron a un amigo mío, don José F. Elizondo presentar una zarzuela mexicana en la tanda estelar. Elizondo buscó a un amigo suyo, don Luis Jordá, para que hiciera la música y convocó a varios bohemios a ayudarlo con el guión. Entre ellos estaba yo.

Así, en unas cuantas noches de lupular, fue naciendo Chin-Chun-Chan, una zarzuela en un acto, pero con tres cuadros, como para mostrar aspiración de grandeza. Elizondo hizo la trama central. Un provinciano huye de su celosa mujer, disfrazado de chino. Recala a un hotel, donde esperan al dignatario Chin-Chun-Chan.

Como pueden imaginar, es una comedia de errores. El provinciano es confundido con el chino durante dos terceras partes de la obra. A mí me tocó hacer una parte del segundo cuadro, que era más bien teatro de revista con crítica política, y del tercero. Lo divertido es que la escribí dizque en chino. La idea era que el chino auténtico hablaba en chino y el mexicano creía que se lo estaban albureando, y respondía en consecuencia.

Fui con los chinos a las calles de Dolores a que me enseñaran palabras chinas que terminaran en las sílabas que yo quería. Perfeccionismo, señores. El chiste de la zarzuela es que rimara, aunque los versos fueran medio ripiosos. Jugaba con chi-su-ma, in-gue-su, pa-la-chin y chi-la-su.

Por supuesto, escribí bajo seudónimo. No quería perder mi puesto como Secretario Particular para Asuntos de Farándula de don Porfirio Díaz.

También fue mía la idea de introducir un personaje de gran modernidad en el tercer cuadro, producto de mis viajes al futuro: una telefonista con antenitas.

Don José Elizondo mandó hacer unos carteles (les decíamos afiches, hoy les dicen posters) muy bonitos, en color amarillo y rojo. Ahí se puede ver que trabajaba Esperanza Iris, haciéndola de vendedor de charamuscas. Pero el actor principal era Paco Gavilanes, el falso Chin-Chun-Chan.

Después del ensayo final, nos fuimos al bar a festejar, y entonces que a don José le entra la superstición. Decía que si no estrenaba corbata, la obra sería un fiasco. El problema era que, como buen bohemio, don José no se compraba las corbatas, se las mandaba hacer de tela de moaré. Le pidió a su hermana una corbata exprés.

Elizondo usaba corbatas de chalina, hechas en casa, una larga tira de moaré negro, de una cuarta de ancho y flequillo a los extremos. Estas corbatas los bohemios nos hacíamos un lazo abultadísimo de cuatro hojas. No eran sencillas de hacer.

El día del estreno, 2 de abril de 1904, clima loco: empezó a granizar. ¿Y qué creen? El granizo despintó todo el telón que el maestro había puesto a secar al aire. Elizondo casi enloquecía. Decía que había granizado porque su hermana todavía no terminaba la corbata. Que la obra Chun-chan y nos iba a cargar la Chin.

Me encargaron llevarlo a que se tomara una copita pa los nervios. Luego lo acompañé a su casa: la hermana estaba terminando de planchar la dichosa corbata.

En el estreno vimos con preocupación la presencia de reventadores. Eran tipos que llegaban con bastones y si la obra no les gustaba hacían ruido y armaban bronca. Elizondo estaba pálido, nomás se acomodaba la dichosa corbata negra, como si poniéndola derechita evitara el desastre. Yo también tenía nerviolera.

Inició la obra y pronto el público comenzó a reir, incluso los reventadores. Mi parte fue aplaudida y el cake-walk de doña Pilar Leredo fue un gran éxito.

El cake-walk era una danza modernísima, importada de EU, y los americanos de color eran quienes mejor la bailaban (de hecho, la base de esta danza es la imitación grotesca y burlona del andar aristocrático de parte del peladaje).   

Aquí un video falso (de 1942) del de Chin-Chun-Chan en “Yo Bailé con Don Porfirio”.


El cake-walk de esa película era super-moderno y estilizado. Este video de 1903 nos dice como era en realidad:



En nuestra obra, cuando se encontraron el chino verdadero y el chino falso y aparecieron bailando las telefonistas con antenita, aquello era apoteósico. Aplausos y gritos.

Salimos felices. Elizondo me preguntó: “Peñafiel, ¿cuánto cree que duremos?”. Le respondí, muy orondo, que tendríamos bodas de plata. Se decía “bodas de plata” a las 25 representaciones, indicador de éxito. Me quedé corto. Chin-Chun-Chan llegó a las dos mil representaciones. Bendita corbata.


martes, 20 de marzo de 2012

Don Susanito y la Decena Trágica


 Bueno amigos, les platicaré las peripecias de un señor de 50 años (yo) durante la Decena Trágica, hace casi un siglo.

Casi lo único que se sabe de mí es que yo era porfirista. Cierto. Don Francisco I. Madero no me simpatizaba mucho. Sentí que don Panchito traía mal fario desde aquel terremoto que sacudió la ciudad de México el día que llegó a tomar posesión.

Mucha gente festejó la llegada de don Francisco I. Madero a la capital, pero al poco tiempo, con la libertad que dio, la prensa le tundía a diario. La prensa antimaderista, con Jesús M. Rábago al frente, fue creando un clima de hostilidad y chunga hacia el presidente Madero. Lo veían como nueve décadas después se vio a don Vicente Fox. Como un hombre de buenas intenciones, demócrata, pero bastante tontito.

A principios de 1913 en los cafés y en los bares (donde se me podía encontrar) se hablaba abiertamente de un complot contra Madero.

En la madrugada del 9 de febrero de 1913, sonidos de balazos y ametralladora nos despertaron a mí y a la vicetiple que me acompañaba. Tuve que apurar un trago de coñac del susto. Al poco tiempo, pasó frente a mi casa un grupo de soldados y paisanos rumbo a la Ciudadela. Me vestí deprisa y salí rumbo al Zócalo. Lo que encontré en el camino fue horrible. Civiles heridos que eran socorridos en medio del caos. Los curiosos en el Zócalo vimos asombrados que había muchos cadáveres. Uno de ellos, frente a Palacio Nacional, del general Bernardo Reyes. Había otros soldados caídos, pero también muchos civiles.

La gente ahí congregada me dijo que había sido un intento de golpe de Estado. Me dijeron que el general Reyes, y los generales Félix Díaz y Manuel Mondragón habían intentado tomar Palacio Nacional, y fueron repelidos.

A mí la verdad el general Reyes me caía medio mal. Lo ví un par de veces en la corte de Don Porfirio. Hombre presumido y lambiscón a la vez.

El caso es que, cuando los hombres del general Villar repelieron a Reyes y su gente, se echaron de paso a varios paisanos y gente que salía de misa. Recordé entonces a los hombres que iban hacia la Ciudadela y pasaron frente a mí. De seguro eran Díaz y Mondragón con los demás alzados.

No tardé en enterarme que habían ocupado sin resistencia la Ciudadela, que no tenía importancia como fuerte, pero sí como almacén de armas.

Ahí fue cuando me dije: "esto ya se jodió, va a haber guerra en la ciudad de México" y fui corriendo a ver a mi hija. Es que la Ciudadela tenía un arsenal impresionante. Más de la mitad de las armas del Ejército Mexicano estaban ahí.

Cual no sería mi sorpresa cuando, de camino a casa de mi hija, veo a don Francisco I. Madero en Paseo de la Reforma, escoltado por cadetes del Colegio Militar y entre vítores de sus seguidores (foto).

Este chaparrito tiene güevos", dije para mis adentros, mientras seguía mi camino. Llegué a casa de mi hija para encontrarla haciendo maletas para ir a Tlalpan, con sus suegros.

Durante su trayecto por Paseo de la Reforma, Madero se encontró con Victoriano Huerta, y lo nombró comandante militar de la plaza, en sustitución del herido Villar.

La cosa estaba dura. Los rebeldes estaban armados hasta los dientes, no eran muchos y la gente antimaderista los podía alimentar. Por su lado, en Palacio, el gobierno se hacía fuerte y don Francisco I. Madero mandó traer tropas de todas partes de la República para enfrentar la asonada.

Fue entonces que empezaron bombazos y cañonazos entre la Ciudadela y el Zócalo, con escasa puntería y muchas víctimas civiles en medio.

Entre los que vinieron a apoyar al presidente Madero estaba el general Felipe Ángeles, quien combatía bandoleros zapatistas en Morelos.

En términos generales, el primer día fue de angustia y de revisar la situación por la que atravesaban los seres queridos. También de compras de pánico.

Al día siguiente, Huerta mandó soldados a tomar posiciones de edificios, pero éstos fueron ametrallados desde la Ciudadela. La metralla y las bombas provenientes de la Ciudadela pegaban por todos lados. Pareciera que querían sembrar el terror, y lo lograron.

Ese día nada más salí un ratito a ver qué pasaba y regresé repegado a las paredes y con una tremenda comezón en el fundillo. ¿A poco usted no se culeó alguna vez?

El día 11, por órdenes de Huerta, un grupo de rurales avanzó sobre la Ciudadela. Fueron ametrallados y aquello resultó en una carnicería. Hay quien dice que Huerta quiso en esa medida diezmar a los mejores soldados leales al presidente Madero. Capaz.

Don Francisco I. Madero, creo yo, debió destituir en ese momento a Huerta, por inepto y nombrar en su lugar al general Felipe Ángeles. No lo hizo.

Tal vez Madero no nombró a Felipe Ángeles, un militar profesional y de honor, porque sabía que no era muy popular en el Ejército. O al menos no lo era entre los altos oficiales. Pero fue un error, digo yo.

Con la excepción de "Nueva Era", dirigido por el hermano del Presidente; la mayor parte de la prensa estaba con los sublevados.

Para el tercero o cuarto día, los alimentos comenzaban a escasear. Acuérdese que no había refri o nevera, sino que ir diario al mercado.

En fin, que don Francisco I. Madero tenía la legalidad de su parte; los sediciosos tenían la pólvora y los ciudadanos teníamos el miedo.

El Senado se le volteó a don Panchito. León de la Barra, Emilio Rabasa, Gumersindo Enríquez le echaron cacayacas. El apoyo del Senado a los rebeldes fue una merma de la autoridad legal. Ahora la ley sería la de la fuerza. ¿Qué haríamos los débiles?

Por mi parte, cuando se me acabaron las provisiones, intenté buscar refugió con mi prima Josefina (foto), en la Colonia Juárez. Mi lógica -perdónenme ustedes- fue que los alzados iban a ganar y que me convenía estar de su lado de la trinchera. Mi prima era bien porfirista Yo creía que, como la Colonia Juárez estaba atrás de la Ciudadela, sería un lugar tranquilo. Estaba equivocado. Encontré hoyos de bomba en Bucareli. Los destrozos no eran del tamaño de los que se veían en el Centro Histórico, pero también a los ricos les tocó su pólvora. A la casa que peor le tocó, fue a la de don Panchito. Una turba -de seguro pagada por los alzados- la incendió.

Donde antes estaba la casa de don Francisco I. Madero, hoy está una sede de los Caballeros de la Orden de Malta. No creo que le hubiera gustado.

Con Josefina Somellera estuve un par de días. Ella recibía noticias de amigos de los alzados, pero igual terminó ganándole el miedo y huyó. Ella se fue con parientes políticos.

Yo intenté alejarme lo más posible de las balas y recalé en Coyoacán, en casa de José Juan Tablada. El gran poeta me acogió en su casa. Èl intentaba evadirse -o entender- mediante la lectura de los sucesos de la Comuna de París

"Se burlaban de mí cuando construí esta casa", nos comentó Tablada con sonrisa burlona a mí y a otro refugiado, "y ahora es su refugio".

No sabía don Juan José que pocos años después, las huestes zapatistas destrozarían su casa, con todo y sus bellas japonerías. Pero desvarío. Nos llegaban a Coyoacán noticias contradictorias de lo que se vivía en la ciudad de México. Todas manchadas de sangre.

Cuando se enteró de que los mármoles del Teatro Nacional habían sido destrozados por un cañón, Tablada se echó una frase inolvidable: "Una ciudad donde los oscuros mílites intentan derrocar a cañonazos a un Presidente electo por el pueblo, no necesita teatros". Eso no obstó para que, pocos meses más tarde, el bueno de José Juan aceptara un puesto en el gobierno de Huerta, su baldón eterno.

A Coyoacán nos llegó la información de que Huerta había parlamentado con Félix Díaz, a escondidas de don Francisco I. Madero Fue cuando le dije a mis amigos: "Don Panchito, como don Benito Juárez, tiene de su lado la ley, pero, a diferencia de él, no tiene las armas". Nos enteramos que habían muerto varios extranjeros en los bombardeos, eso lo usó el embajador de EU, Mr. Wilson, de pretexto para complotar.
Supimos, primero, que la policía había sustituido a los soldados en el control de la seguridad en la capital. Después, que fue presión de Estados Unidos. ¡Qué casualidad! El personal policíaco era porfirista, se marginaba a los soldados leales y se daba el mando a simpatizantes del cuartelazo.

El día 17 don Gustavo A. Madero le informa a su hermano Francisco de la conferencia Huerta-Félix Díaz. Tras escuchar a Gustavo, don Panchito llama al general Aureliano Blanquet, para que convoque a Victoriano Huerta y al Felipe Ángeles con urgencia. Pero Blanquet estaba en la movida, temió que la reunión fuera para sustituir a Huerta por Àngeles y precipitó la traición.

Frente al presidente Madero, Huerta negó ser participe de la conspiración y se comprometió a capturar a los rebeldes en 24 horas. Mientras tanto, Henry Lane Wilson sugería entre la clase política que sólo una renuncia de Madero podría evitar la intervención armada. Wilson ofreció a Huerta y a Félix Díaz el edificio de su embajada para que llegaran a acuerdos finales, el Pacto de la Ciudadela (que en realidad fue Pacto de la Embajada). Al ese “pacto” siguieron la tortura y asesinato de Gustavo A. Madero, hermano del presidente, así como la detención de Madero y el vicepresidente Pino Suárez.

Huerta invitó a comer al hermano tuerto del Presidente al restaurante Gambrinus, sito en la esquina de San Francisco (hoy Madero) y Motolinía, para hablar de la situación política. Comieron y bebieron (ya se sabe que a Huerta le gustaba el chupe) y Victoriano hizo que don Gustavo pagara la cuenta antes de detenerlo a traición.
Don Gustavo A. Madero












Tras ser detenido junto con su vicepresidente, Madero renunció, a cambio de que se le respetara la vida (no se cumplió pues fue asesinado camino a Lecumberri) y luego vino la charada con don Pedro Lascuráin y sus 45 minutos en la Presidencia para dar un barniz de legalidad a un vil golpe de Estado.

Para entonces, las hostilidades habían cesado. Regresé a la capital, a ver cómo había quedado mi casa. Sólo un balazo recibió. Pero en el vecindario contaron de días contínuos de terror y escasez, de familiares muertos. Pero al final un alivio absurdo. Digo "alivio absurdo" porque el final de la Decena Trágica correspondió al inicio del huertismo y la etapa más cruenta de la Revolución Mexicana.

Una cosa curiosa es que la prensa de la capital, tan crítica con Madero, fue sumisa con Huerta, porque si criticaban, la pasaban muy mal.

En lo personal, a pesar de que don Francisco I. Madero no me simpatizaba, debo reconocer su entereza durante esos días. Su martirio lavó errores. Y debo reconocer que mis simpatías por el general Félix Díaz decayeron. Más aún porque él fue quien se alzó y Huerta quien ganó el poder.